LA ENVIADA, 1ª Parte
Miré el reloj, por cuarta vez consecutiva, pretendiendo que el tiempo pasara más rápido. Ridículo al pensarlo ahora, porque con esa actitud conseguía justo lo contrario. La aguja del minutero se movía con una parsimonia insoportable, como si estuviese dando los últimos movimientos de su vida útil.
Estaba inquieto en ese lugar donde todos parecían tener prisa, menos nosotros. Pocos eran los que caminaban demostrando disponer de más tiempo que el resto. Me refiero a empleados de hostelería, técnicos de mantenimiento, vendedores comerciales, cuerpos de seguridad y personal de limpieza, solo por citar algunos.
Nunca me sentí a gusto en espacios llenos de tensión, donde todos trotaban a un ritmo frenético, como si se les fuera la vida en ello. Me refiero a las grandes estaciones de tren, de metro y autobús o el aeropuerto en el que encontraba esperando la llegada del próximo vuelo procedente de Madrid. Lugar en el que estaba matando el tiempo en compañía del bueno de Julián. Un hombre menudo, risueño, de trato fácil y amigo de tomarse la vida con calma.
Siempre fui sensible a las energías ambientales en general y a las individuales en las distancias cortas, por lo que su calidad me beneficiaba o perjudicaba según fuera el caso, hasta que aprendí a protegerme. A partir de ahí tomé las medidas necesarias para blindarme o sumergirme en ellas, absorbiendo lo que ofrecían.
Pues allí estábamos los dos languideciendo, hasta que fuera la hora de recoger a nuestro amigo Carlos, si todo iba según indicaban los monitores, repartidos por doquier en el área de espera. Detalle al que por cierto, le otorgaba una credibilidad limitada, sabiendo por experiencia, dónde se encontraba la zona caliente que podía arruinar la llegada. ¡El dichoso paso por aduanas!
Era siempre tedioso tener que cruzar por allí, incluso cuando los empleados de seguridad decidían ser selectivos. Escogiendo al azar los registros más exhaustivos y dejando que el resto de viajeros pasara de largo sin darles el alto.
En cambio, otras veces, si buscaban a alguien, detenían a todo el mundo, generando embotellamientos en los que los pasajeros, acababan perdiendo la calma. Por lo que alzaban voz en forma de protesta, mientras que aquellos que aguardaban del otro lado, se tenían que armar de paciencia, hasta que los fueran soltando.
Lo bueno del Aeropuerto de Zurich eran sus enormes cristaleras. A través de ellas podíamos ver el pabellón de recogida de maletas, donde los pasajeros recién llegados se apiñaban alrededor de las cintas transportadoras. Alineadas en paralelo, una junto a la otra, desplazaban el equipaje a manos de sus legítimos dueños.
Lugar donde no podía faltar la típica trifulca menor entre turistas.
Episodio que solía hacer las delicias de aquellos que, del otro lado de la vitrina, aburridos por la espera, encontraban en el enfrentamiento una manera legítima de pasar el rato. Observando con expectación si al fin llegaba la sangre al río o era otra amenaza más que se quedaba en nada. Pan y circo, seguía siendo la consigna como antaño.
Exasperante espectáculo para algunos de nosotros, que entendíamos que arañar un minuto, no iba a alargar las vacaciones. Tampoco garantizaba librarse del control aduanero, donde era fácil malograr lo ganado.
En ese estado de cosas, mi amigo propuso ir a tomar un café a un restaurante situado a escasa distancia de allí. Después de exclamar: ¡Qué pesados! Mejor ahuecamos el ala. Contrariado por la enésima exhibición de pelea de gallos, que acostumbraban a cacarear sin hincar el espolón.
Sobra decir que en determinados aspectos, mi amigo y yo éramos bastante parecidos. Su irritación era más que visible, razón por la que me propuso que nos alejásemos del sitio, con la esperanza de que el paseo apaciguara los ánimos, mientras íbamos y volvíamos.
De camino charlábamos sobre nuestros próximos viajes de vacaciones previstos, algunos de los contratiempos sufridos aquí y allá, y los contados incidentes que con el tiempo pasaron al apartado de comentarios chistosos. Temas recurrentes en un aeropuerto, que con frecuencia, hacía las veces de analgésico emocional encubierto.
Otra de las virtudes que poseía Julián, era la puntualidad propia de un reloj suizo. Por lo que apurando la consumición, sugirió que volviésemos a las cristaleras, asegurando que hora de regresar.
Durante el tiempo que pasamos sentados, pude apreciar que no perdió de vista el enorme panel electrónico que colgaba del techo en medio del pabellón. Mostrando los aterrizajes y despegues que se producían en tiempo real.
A decir verdad, tampoco tuvo que insistir demasiado, porque también en ese punto éramos iguales. Por esa razón nos pusimos en marcha, acelerando el paso para llegar cuanto antes. La idea era situarnos en primera fila desde donde vigilar la entrada en escena de Carlos, que en breve debería asomar su cabeza por una de las bocas de los múltiples pasadizos, que conducían al pabellón central.
Enseguida lo vimos asomar por uno de los túneles, cruzando un pasillo abierto con barandillas de cristal transparente a ambos lados, pensativo y arrastrando los pies, como si se resistiera a volver a la tediosa rutina. Hasta que comenzó el descenso por las escaleras que lo conducían a las inmediaciones de la cinta transportadora.
Mientras bajaba, nada más vernos, nos hizo señales con las manos y aparatosas muecas, dando a entender que habría que ver cómo estaban de ánimo los Robocops, —así los llamábamos—, en los pasos de control.
Era evidente que nuestro amigo también había estado pensando en ello, que era quien tendría que lidiar con la situación que encontrara. Nosotros nos limitamos a cruzar los dedos de manera visible para él y todos los que se apiñaban alrededor nuestro. Gesto que aparentó ser del agrado de algunos, que esgrimieron una amplia sonrisa, conscientes de su significado.
Julián y yo nos miramos, asintiendo sin decir palabra, poniéndonos a continuación en marcha hacia la barandilla metálica a pocos metros de la puerta que ejercía de frontera, entre los que aguardaban y los que venían con la mirada alzada, buscando a sus seres queridos.
Por lo que pudimos advertir desde la distancia, nuestro amigo traía un aspecto estupendo. Un moreno de playa envidiable y una expresión facial que solo exhiben los que han estado de vacaciones.
Este era otro de esos elementos que me provocaban sentimientos encontrados, cada vez que acudía a recibir a alguien al terminal de llegadas. Por una parte, estaba la inmensa alegría del encuentro, y por la otra, una sensación de fastidio que asomaba con timidez, pero que por supuesto ocultaba. Al ver a la persona en cuestión, con el semblante radiante y una actitud llena de vitalidad. Mientras que mi desgana agravada por la rutina cotidiana, trataba de aplastarme con su implacable bota de acero, dándome un baño de realidad incuestionable.
Luego vino lo que en primera instancia iba a ser un trámite rápido, convertido en una exaspernte espera adicional de unos cuarenta minutos al menos. Hasta que por fin, Carlos, —cuan reo que recibe la libertad condicional—. Salió escopeteado por la puerta, gesticulando, poniendo los brazos en jarra y simulando el semblante de un carnero degollado, parodia con la que consiguió arrancarnos una sonrisa. Dando a entender que en el control de pasaportes fueron muy pesados. Hecho que nos confirmaría de nuevo, a la vez que lo abrazamos para darle la bienvenida. Lamentando de paso la larga espera.
Acto seguido, nos pusimos en marcha rumbo al parking. No había tiempo que perder, la tarifa de estacionamiento era desorbitada. Una vez que superabas los sesenta minutos, por cada hora adicional, el coste se disparaba hasta el infinito.
Un precio desmedido, si se tiene en cuenta que en realidad se trata de ceder tres o cuatro metros cuadrados, donde estacionar el vehículo, sin que requiera ninguna atención ni servicio adicional.
A mí me indignaba un saqueo tan descarado, con la excusa de la seguridad y la vigilancia, cuando en verdad era y es un negocio redondo. Con una inversión mínima para mantenimiento y supervisión, que arroja cada día un elevado monto de beneficios, limpios de polvo y paja.
De camino al coche, nos relataba los pormenores del follón que tuvo lugar en el interior del terminal antes de encontrarnos. Primero estaba el tema de las maletas, que por lo visto, tardaron una eternidad en transportarlas desde el avión. Luego contó como se formó un lío descomunal en las colas, antes de mostrar los pasaportes. Sector donde al parecer, un par de grupos de turistas despistados se equivocaron de fila alterando el delicado orden establecido.
Caldeando el ambiente ya bastante crispado de antemano, reprochándose entre sí, haber roto la disposición de las hileras. Que estaban distribuidas de la siguiente manera: Por una parte, los residentes, por otra, los pertenecientes al espacio europeo y luego una tercera cola, con el resto de países del mundo. Al parecer, los más espabilados simulando el despiste, al detectar que el tamaño de las columnas eran dispares, corrieron a unirse a la más corta. Hasta que les avisaron de estar en el lugar equivocado, mientras los demás señalaban hacia los paneles colocados sobre la parte superior de los accesos de control de pasaportes, escritos en varios idiomas.
No queriendo admitir que se habían pasado de listos, en el momento que los demás los miraban con sonrisas burlonas. En un arrebato de pundonor, trataron de infiltrarse en medio de la hilera correspondiente, colándose sin miramientos delante del resto.
Por supuesto que la respuesta no se hizo esperar. Llamándolos cara dura y otras lindezas ininteligibles para la mayoría, pues el cocktail de lenguas era bastante amplio.
Convirtiendo el lugar en un escenario de diletantes raperos, enfrascados en una nueva batalla de gallos. Que a juzgar por como lo describía Carlos, se parecía más a un gallinero descontrolado, que obviaba estar a escasos metros del control de policía aeroportuaria. Donde, si el enfrentamiento se desmadraba, podrían negarles el paso.
Por último, añadir que los agentes de aduanas, contrariados por la hostilidad generada durante el enfrentamiento verbal, que gracias a Dios no fue a mayores. Se pusieron exquisitos, imponiendo estrictos controles a cada uno de los involucrados, que se acercaban acalorados por la trifulca.
Según nos contaba Carlos, la inspección fue tan exhaustiva que parecían estar registrando presos terroristas en la prisión de Guantánamo.
Este último comentario un tanto exagerado, provocó que rompiéramos a reír a carcajadas. La carga melodramática que le imprimía a la historia era insuperable. Por otra parte, entendimos su situación y la necesidad de soltar la tensión acumulada. Así es que lo dejamos hablar sin más, evitando formular preguntas, para que se desahogase a gusto.
De todas formas, lo estaba relatando tan bien y era tan convincente, que parecía un locutor radiofónico profesional, haciendo las delicias de sus oyentes. Los que por el momento eran solo sus dos amigos, que se partían de risa con sus ocurrencias rayanas al delirio.
Cuando de repente…