LA ENVIADA

LA ENVIADA, 2ª Parte

Una joven voz femenina, desconocida para mí al menos. Frenó en seco la narrativa de la novela casi visual, con la que nos estaba deleitando el bueno de Carlos. El que por cierto pareció quedarse mudo y a la vez pensativo, frenando en seco su caminar. Acción a la que nos unimos, sin saber qué demonios pasaba. Aunque pronto lo sabríamos, por como se comportaba nuestro amigo, que demostraba ser una caja de sorpresas.

Paralizado junto a nosotros, en uno de los largos corredores que conducían a la zona del parking, parecía estar pensando que no había escapatoria posible a la vista, en caso de que fuera necesaria.

Nuestra reacción a tanto misterio tuvo una respuesta inmediata, clavando ambos la mirada en sus ojos, para exigir una explicación sin pronunciar una sola palabra. Considerando que era él quien tenía que aclarar a que se debía aquel alto repentino. Cuando la voz femenina retumbó por segunda vez a lo largo del pasillo, como el eco en uno de los desfiladeros del cañón del colorado. Era más que evidente que se desgañitaba gritando el nombre de nuestro amigo, que a esas alturas parecía contrariado.

Julián, inclinado a pensar en la erupción inevitable de un cataclismo emocional, miró a Carlos compungido. Al ver que sus gestos faciales expresaban una tensión parte mandíbulas, que nos fue envolviendo como un banco de niebla espesa, dejándonos con la respiración entrecortada y dando tragantones.

El aire en torno nosotros se había vuelto tan denso, que se habría sido posible cortarlo con un cuchillo jamonero. Menos mal que, por fin, se produjo una repuesta de nuestro amigo, que con un impulso decidido. Dio un giro de ciento ochenta grados, para enfocar de frente a la persona que no cejaba en su intento de alcanzarlo. La que, no dándose por satisfecha, proferiría un tercer bramido, que se iría ahogando, tras observar el repentino giro del fugitivo al que estaba dando caza.

Vuelta a la que por cierto también nos unimos, al comprobar que la señorita ya casi nos había dado alcance. A lo que habría que sumar a la creciente curiosidad que nos carcomía las entrañas. Además, pretendía ser también una contestación a la inexistente argumentación, —antes tan prolífica—; por parte de un Carlos, que no daba crédito a lo que estaba viendo. Una perfecta desconocida para nosotros dos, que nos había hecho palidecer, al ver como se acercaba con determinación, sin dejar entrever sus intenciones. Las últimas zancadas las dio aflojando el ritmo vertiginoso que traía, mientras nos examinaba, que para ella éramos también unos desconocidos.

Debía rondar los veinte y pocos años de edad, guapita de cara, pelo castaño, ojos claros y con un físico de proporciones bien repartidas. Traía consigo una maleta de tamaño mediano, que arrastraba a través de aquel suelo engomado. El roce de las ruedas girando sobre el suelo engomado, producía un estruendo similar al motor de combustión de un coche en miniatura teledirigido.

El gran enigma iba a ser esclarecido en breve, pues la expresión de su cara reflejaba ansiedad y urgencia. Sin que fuera capaz de determinar, cuál de las dos emociones tenía una mayor preponderancia, esperaba el desahogo de la chica que parecía inevitable. Estando ya a una distancia de unos cinco metros, se paró en seco, una vez conseguido su primer objetivo.

A juzgar por su comportamiento, se podía predecir que no había corrido a través de medio aeropuerto tratando de alcanzar a Carlos, ni por gusto, ni por despecho, sino por una necesidad acuciante.

Nada más recuperar el aliento, por fin pronuncio unas palabras, a la vez que nosotros guardábamos un silencio sepulcral; poseídos por una curiosidad, —ahora sí—, morbosa. El mutismo ya no se debía solo a modales formales, como suele ser costumbre cuando una persona comienza a hablar. Si no que al menos yo vibraba de expectación, teniendo un molesto nudo en la garganta del que necesitaba liberarme. La única forma cabal de dar alivio a aquella insoportable incertidumbre, era que la chica dijera de una vez por todas qué demonios pasaba y qué era lo que quería.

Pues bien, en ese aspecto me equivoqué, dado que, al oír sus argumentos, el vello de mi piel se erizó y con la garganta aún cerrada, comencé a hiperventilar. Lo que despertó en mí una oleada emocional y un leve brote de sudor frío. Sin duda una respuesta inexplicable y tan atípica, que en otras circunstancias no se daría, aunque me traspasara los oídos un sonido de ultratumba.

Desconcertante, teniendo en cuenta debería ser solo el testigo de una historia personal, que nada tenía que ver conmigo. Sin embargo, me estaba afectando como si se tratara de un problema propio. Por lo que desee que se produjera un milagro que acabara con aquella agonía insufrible.

Digamos que las opciones de resolverse, oscilaban entre el cero y la nada. Teniendo en cuenta que el tiempo se agotaba y necesitaba indicaciones concretas para llegar a su próximo destino. Viendo además su creciente desesperación, dejaba adivinar que estaba a punto de tirar la toalla.

En resumidas cuentas, el panorama era el siguiente: La joven precisaba estar en un par de minutos junto al andén por el que pasaría un tren, que la llevaría a la ciudad de Viena, en Austria. Lugar donde la esperaba su novio, quien, según nos contó, tenía dificultades con el español. Para complicarlo aún más, ella tampoco dominaba el alemán.

El problema principal era que ni Carlos, ni Julián, ni un servidor, sabíamos en qué dirección había que salir casi volando, para enlazar con ese tren de llegada inminente; a lo que habría que sumar la necesidad de aterrizar a la primera en la vía adecuada. Porque, tiempo de más, para corretear de un andén al siguiente no iba a haber. Menos aún, cuando seguíamos mirándonos unos a otros, esperando, no sé muy bien el qué.

A decir verdad, aunque pasé una infinidad de veces por el aeropuerto de Zúrich-Kloten, dado que nunca tuve la necesidad de utilizar el tren, desconocía que por allí cruzara una línea de ferrocarril de largo recorrido.

Por descontado que a mis amigos les sucedía lo mismo. Una situación embarazosa, sin duda. Era lógico pensar que la chica creyera, que nuestra incompetencia era fingida, para evitar acompañarla o estar perdiendo el tiempo con explicaciones interminables.

Una conclusión a la que habría llegado cualquiera de nosotros, al en un país desconocido, en el que coincide con un compatriota residente, que ha conocido durante el vuelo. Pero que luego, niega saber llegar a la estación de tren, en un aeropuerto por el que ha pasado mil veces.

A mi modo de entender, estábamos quedando como unos auténticos papanatas, al ser incapaces de abordar el problema con la resolución necesaria, que nos permitiera intentarlo al menos.

Desde el primer alarido desquiciado de la chica, que veía lo mucho que se le iba a complicar la vida, si no daba con sus huesos sobre el vagón de tren asignado en su billete. Nos había faltado un espíritu de lucha, haciendo lo imposible para evitar la calamidad que ya estaba asomando la patita.

Quedarse varada en un país en el que no hablaba el idioma, sin hotel, sin saber cuando saldría el próximo tren. Asumiendo el importe que con toda seguridad no iba a ser irrisorio, conociendo el elevado nivel de los estándares suizos. Por no hablar de la posibilidad que viniese con el presupuesto demasiado ajustado, —detalle que ignorábamos—, y con poca o ninguna oportunidad de comunicarse con su amado, que la esperaba en la estación de tren de Viena.

Es necesario tener presente que a inicios de los años dosmil, aún no estaban tan desarrolladas las tecnologías de comunicación instantánea. Lo que significaba, por ejemplo, que al salir del país con un teléfono móvil, que todavía no eran smartphones,te quedabas sin señal, y, por lo tanto, incomunicado. A menos que llamaras desde una cabina telefónica, con monedas del país en el que estabas haciendo escala.

El drama, por supuesto que salpicaría también a su novio, cuando no la viera bajar del tren. Pensando si cambió de idea quedándose en su país o si no llegó a tiempo al aeropuerto de Madrid-Barajas. Si se confundió de tren o peor aún, si le sucedió algo grave durante el viaje.

¡Nunca se sabe!

Es fácil imaginar la agonía que se sufre en una situación semejante. Si no se obtiene una respuesta inmediata del motivo del retraso y la manera de solucionarlo. En el caso de disponer de los medios necesarios. A lo que hay que sumar la dificultad añadida de la limitación lingüística de ambos.

Se avecinaba un maremágnum insalvable, cuando de repente:

La intricada odisea dio un giro imprevisto. ¡Qué digo?! Más bien fue una contorsión cuántica.

En primer lugar, resaltar la impresión que me produjo una mirada anónima, fijada en nosotros desde una cierta distancia. Al principio la consideré inaceptable, porque se sentía como la de un águila imperial, custodiando el nido. Gesto incomprensible viniendo de alguien ajeno a nosotros y a nuestras circunstancias.

Aunque por algún misterioso motivo, mi actitud hostil se esfumó sin que tuviera una explicación cabal de mi cambio de parecer repentino. Desde luego, no era ese tipo de miradas morbosas que lanzan las personas fisgonas, indiferentes a la opinión de los objetos de sus retorcidas pesquisas.

Claro que esta vez, por peculiar que suene, parecía estar yo en el centro del foco de atención. Un interés que consideraba injustificado, teniendo en cuenta que no era la estrella del espectáculo, sino un actor secundario, implicado por puro azar en una situación enrevesada.

Los auténticos protagonistas eran la joven y Carlos, por lo que, desde mi punto de vista; todo el peso recaía sobre ellos dos, el resto estábamos de relleno.

Al reflexionar acerca de este último pensamiento, me sobresalté al hacerme consciente de que, en el fondo, buscaba una forma de eludir la responsabilidad que me correspondía en aquel desaguisado.

Entonces me vino una pregunta en mente: ¿Estaré siendo probado? A la que le siguió una segunda:¿Cómo, pero qué dices? En definitiva, mi diálogo interior estaba fuera de control. Evidenciaba la fragmentación de mi mente, que planteaba dos dudas con enfoques opuestos, mientras un tercer elemento, mi conciencia, observaba el diálogo con objetividad, dejando de lado el componente emocional. Sin embargo, en ese momento debería haber surgido una tercera pregunta: ¿dónde se hallan las respuestas a mis interrogantes? A lo que un verdadero místico habría respondido: ¡Están escritas en las estrellas!

Cuando parecía estar abducido por mi verborrea mental, un chispazo interior similar a un mini Big-bang, hizo que tomara de nuevo contacto con la realidad circundante. Donde la mirada inquisitoria, lejos de perder el interés, pasó a la acción. En forma de mujer de unos cincuenta años de edad, estatura similar a la mía, complexión delgada, pelo cano de media melena, indumentaria casual, paso firme y unos ojos penetrantes que resplandecían como dos soles.

Este simple gesto de ponerse en marcha caminando hacia nosotros, hizo que mi corazón latiera desbocado, a lo que habría que sumar, una repentina descongestión del ambiente que nos rodeaba. Fue como si de repente se hubiera abierto una puerta invisible, rompiendo las cadenas que la mantenían cerrada. Eso que un físico cuántico la habría llamado un salto entre líneas de tiempo.

Entonces, las dinámicas en medio de los cuatro cobraron rapidez; la timidez quedó atrás, al igual que cualquier rastro de inseguridad. Fue entonces cuando la chica, que antes nos había dicho que se llamaba Laura, volvió a plantear su problema y fue directa al grano. Al mismo tiempo que la desconocida, decidida a tomar cartas en el asunto, con un par de zancadas, se unió al grupo sin que nadie la invitara.

Evitando entrar en tediosos circunloquios, quiso conocer el problema, hablando conmigo. Lo que dejó mudos a mis dos amigos, que me miraban desconcertados. Sobre todo, porque nadie conocía a aquella señora, que se había autoproclamado líder de la manada.

Le expuse la situación lo que mejor que supe y entonces como si fuera algo que realizaba todos los días, haciendo un gesto con la mano, insinuó a la joven que la siguiera. Entonces Laura dio dos pasos hacia atrás dudando si debería seguirla, mientras me clavaba su mirada buscando respuestas. A lo que le respondí con un escueto; espera. Instante en el que me fui detrás de la desconocida, que se había adelantado unos metros, transmitiendo con este gesto que debíamos apurarnos.

Al acercarme, queriendo saber quién era y por qué se inmiscuía, antes que tuviera el tiempo de articular palabra. Fijó su rostro a medio metro de mi cara y con su mirada penetrante me espetó: Esto es de Dios. Al oír semejante afirmación me quedé cristalizado, mientras que un escalofrío me recorría la columna, a la vez que trataba de poner orden en mi cabeza. Aunque ahora que lo pienso, era más parecido a un cosquilleo. La afirmación era tan simple, directa y contundente, que, al menos para mí, no admitía discusión alguna. Ante mí, tenía sin ningún género de duda a una mensajera, una enviada providencial.

Reconozco que racionalizar algo así pueda suscitar perplejidad; sin embargo, tras analizar de forma objetiva su entrada en escena; las dudas se disipan.

Veamos su comportamiento progresivo: Pasiva y distante al principio, la primera vez que percibo su presencia. Dejando el tiempo necesario, para ver si lo solucionábamos. Tras constatar que actuábamos mal y tarde, se inmiscuyó de una manera decidida.

Al poner el cumplimiento del objetivo por encima de nuestra aprobación, seguía siendo una desconocida inmiscuida en asuntos que nadie le había pedido resolver. Tomó el timón, sin saludar ni prestar atención al rechazo que provocaba su intromisión. Acto seguido hizo una pregunta directa, para saber donde residía el problema. Poniéndose en marcha sin mirar atrás, invitando a Laura a seguirla. No hubo intercambio de opiniones, ni lluvia de ideas, ni debate posible. Una sola consulta y una solución inmediata llevada a la acción, punto.

Al notar la desconfianza de la joven y luego la mía; la enviada, haciéndome un par de señales con la mano, me invitó a acercarme para obtener las respuestas que demandaba. Las que resumió en un único alegato, que solo admitía un sí o un no.

Sin que sea capaz de explicar en términos racionales, por qué supe que decía la verdad. Para mí, ya no había nada que cuestionar, era así y basta. Por lo que le hice una seña a la joven que esperaba mi confirmación. Acto seguido salió escopeteada tras ella, cuan gacela en la sabana.

Galopada a la que nos sumamos movidos por la curiosidad, decididos a ser testigos del desenlace final. Hasta que después de haber recorrido varias decenas de metros, realizaron un quiebro hacia la derecha. Perdiéndose a través de una puerta lateral, tras la que se escondía una empinada escalinata que conducía a la zona de andenes.

Lo que no pudimos comprobar, era si Laura logró subirse al dichoso tren, para ir al encuentro de su amado. No obstante, albergaba en mi corazón la certeza, que la providencial intervención de la mensajera, hizo realidad tan necesario milagro.

Había sido tan maravilloso y a la vez tan mágico, que por increíble que parezca, de camino a casa de Carlos no perdimos más que al principio un par de frases sobre lo ocurrido.

Es lo que tienen los prodigios, la mayoría prefiere hacer como si no hubieran sucedido, para evitar tener que cuestionarse la realidad que está más allá de los cinco sentidos.

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