DE VUELTA AL BOSQUE ENCANTADO, 2ª Parte
Haber caído en la misma trampa que aquellos a quienes tanto criticaba. Despotricar sobre los actos reprobables de otros, ejerciendo una violencia mental desmedida. Hasta el punto en que había olvidado el motivo que me llevó allí, para dejarme carcomer por el resentimiento. Instante en que un estruendo particular me devolvió de golpe a la realidad, como si hubiese sonado un enorme gong tibetano a escasos centímetros de mi oído.
Un temblor me sacudió el cuerpo entero, entonces giré el cuello hacia atrás, al detectar que el ruido provenía de la zona de aparcamiento. Por alguna misteriosa razón, los neumáticos chirriaban como si estuvieran en movimiento.
¡No puede ser!, balbuceaba desesperado. Estando completamente seguro de haber tirado del freno de mano, introducido una marcha, antes de apagar el motor y girar la llave del contacto. Sin embargo, la realidad visible lo desmentía de la manera más brutal.
Mi coche se deslizaba lento, pero imparable, como una serpiente acechando a su presa, desplazándose peligrosamente hacia el tronco del árbol bajo el que lo había aparcado. Impulsado por una especie de presión atmosférica, localizada dentro de un perímetro indeterminado alrededor del automóvil. Tal vez sería más fácil de imaginar a un gigante invisible, de veinte metros de estatura, soplando sobre el costado de mi vehículo para divertirse. Sea como fuere, era una locura lo que estaba pasando. Entonces di un salto como si me hubiera atravesado un rayo, poniéndome en pie y gritando desgañitado: —¡No, no, por favor, no!
Aquella fuerza telúrica o etérea empujaba el automóvil, como si fuera un barco de papel. Hasta que, con el rostro desencajado, vi impactar la puerta del conductor contra el árbol, emitiendo un crujido. Abatido, me llevé las manos a la cabeza; ya no había marcha atrás, nunca mejor dicho.
Esta vez sin lanzar improperios ni maldiciones, lo único que salió de mis labios fue: —¡Oh, no, mierda, mierda, mierda! Y luego, la pregunta del millón: —¿Y ahora cómo lo saco de ahí?
Moverlo hacia atrás o adelante, sin abollar más la chapa o arañar la pintura, era un problema de difícil solución. Además de temer por la carrocería en general, me inquietaba que la puerta quedara atrancada. Mi cuerpo era un manojo de nervios y mi mente bullía, incapaz de encontrar calma. Pero, de algún modo, conseguí rescatarlo sin infligirle ningún estropicio visible.
Mientras finalizaba la maniobra, aun con el motor encendido; escuché un sonido de succión, proveniente de la parte exterior de la puerta del conductor. Como si alguien estuviera tirando de la chapa hacia fuera con una ventosa gigante.
Me bajé para ver qué demonios había sido. Estupefacto, comprobé que, salvo una pequeña abolladura, no tenía ningún otro daño ni de chapa ni de pintura. Hecho que desafiaba toda explicación lógica y científica. Una pesadilla en estado de vigilia, con el corazón en un puño y la aceptación de un castigo, que por imposible que parezca, reconocía su origen ajeno a este mundo y la certeza de merecerlo.
Como sería natural pensar, fue inevitable entregarme a exhaustivas reflexiones. Consideraciones que repasaría cientos de veces en los años siguientes. ¿Qué clase de energía podía influir en la realidad de ese modo? ¿Había sido una advertencia? ¿Qué lectura extraer de tan extraño acontecimiento? A lo que mi voz interior respondió: Lleva tu mirada hacia dentro.
Por fin, con mi sistema nervioso acariciando la serenidad, inhalé y exhalé profundamente, como si fuera un géiser en tierras volcánicas. Era hora de dejar de posponer lo sustancial, necesitaba encontrar un espacio donde silenciar el ruido interno, conectado con uno de mis árboles talismán en introspección profunda. Esta vez no había sido una racha de viento sacudiendo las ramas, arrojando nieve sobre mi cabeza y tampoco una manada de animales salvajes acechando.
Por mi falta de control emocional y una mente desbocada, se había corrido el velo, que separaba lo visible de lo invisible. Siendo testigo de la acción enigmática de potentes energías, que poseen la capacidad de interactuar con la realidad humana, moviendo una mole metálica con cuatro ruedas, como si fuera una mota de polvo sobre la repisa de la ventana.
Por fin, emprendí el camino hacia el árbol enclavado en lo alto del peñasco. Desde allí, pude divisar el valle que se extendía a lo largo de varios kilómetros. Un espectáculo con el que no se necesita más que admirarlo, para que te trastorne los sentidos. —En el buen sentido, claro—. Debería haberme dirigido hacia mi pedazo de bosque, nada más llegar, ahorrándome el amargo sobresalto. Aunque pensándolo bien, también habría perdido una lección valiosa y una mirada furtiva hacia el otro lado del umbral.
Tras más de una hora de meditación, unos ejercicios de respiración yogui y una intermitente contemplación serena del paisaje. Conecté con los elementos como había aprendido a hacer, sintiendo que recuperaba la vitalidad que había entregado de una forma absurda. Todavía no tenía respuestas concluyentes sobre lo ocurrido, pero algo dentro de mí sabía, que lo sucedido estaba alineado con un orden mayor.
Con gratitud, me puse en pie y emprendí el descenso por la senda estrecha, esculpida en la tierra en forma de hendiduras, que me condujo de vuelta a la carretera. Entusiasmado al constatar que había superado otro asalto, a pesar de morder la lona, encajando un gancho cósmico que estuvo a punto de dejarme fuera de combate.
A una veintena de metros, vi a una mujer caminando con su perro, con apariencia femenina de mediana edad, con el cabello corto bien peinado y teñido en un tono entre rosa y salmón. Cuando me acerqué, con un chasquido de dedos llamó a su perro y le colocó el collar de amarre.
Nos saludamos con un cortés «buenas tardes» y, en ese instante, sentí que algo nuevo estaba por revelarse. ¿Pero qué? La señora, que no daba señales de haber percibido algo inusual. Impulsada por un espíritu docente, quiso expresar una advertencia que se quedaría suspendida en el aire, diciendo: «Este no es sitio adecuado para hacer esas…». No tuvo tiempo de más, pues a mis espaldas se oyó una voz tajante, propia de un general de la guardia pretoriana romana, que exclamó sin alterarse: «No, no, no, está bien, todo en orden».
En ese momento, la mujer pareció —a mis ojos— mermar medio metro, a la vez que su can profirió una especie de lamento, escondiendo la cola entre las patas traseras. Mientras retrocedía un par de pasos, adoptando una postura de visible sumisión. Aproveché el instante para girarme; quería ver quién había hablado, con un tono capaz de hacer temblar a regimientos enteros de legionarios.
Quiero matizar que la autoridad que desprendía el recién llegado y sus tres acompañantes no se debía a que hubiera gritado o gesticulado de forma amenazante. Aquella mujer que me había interpelado, dejando en suspenso el fin de la frase, que pareció engullir nada más verlos. Se trataba de un señor anciano, con un timbre de voz sereno, pero poderoso.
Tanto fue así, que la señora con el semblante rojo como un tomate, pronunció un incómodo «hola a todos» y, siguiendo el ejemplo de su perro, retrocedió un par de pasos, dando media vuelta y, tirando de la correa, abandonó el escenario al que no había sido invitada.
Es en situaciones como esa, donde se aprecia lo mucho que los seres humanos ignoramos, inmiscuyéndonos en asuntos que no nos conciernen. Quizá con buena intención, sí, pero faltos de una visión más incisiva que nos permita ver con los ojos del alma, capaces de discernir los asuntos que no afectan a nuestra realidad proyectada. En la que es importante respetar la jerarquía de aquellos que han alcanzado un grado más elevado.
Claro está, que no me refiero a mí como simple mortal lleno de contradicciones y sombras, sobrado de soberbia y falto de sabiduría. Sino que es una consideración en general.
En consecuencia, aplicando lo mencionado en párrafos anteriores, nada más ver a las cuatro personas —dos hombres y dos mujeres entrados en edad—. Pero derrochando una vitalidad propia de veinteañeros; los saludé con una actitud de respeto reverencial y una pose genuflexa. Gesto que no tenía una explicación racional posible, habidas cuentas que estaba ante unos desconocidos. Que si bien merecen respeto, no se justifica esa actitud mía que rozaba la veneración.
Durante el intercambio de saludos con una alegría desbordante, fuera de toda medida, me comportaba como si tuviera a la familia real delante. ¡Extraño!, solo pensarlo despierta dudas. Quiero decir que en cierta manera, me actuaba como si estuviese en medio de una escena de teatro de calle. En la que tenía un papel asignado que debía cumplir, sabiendo que mi verdadera vida real era otra, al margen de ese escenario.
Creo que las preguntas obligadas serían: ¿Quién de esos dos personajes era el real? ¿Era el de la pose reverencial genuflexa con un alborozo notable o el patoso que desconocía a esas personas que tenía enfrente?
En cuanto vi a una de las damas que iba delante, disponiéndose a descender por el tramo final de la escalinata de tierra, tendí la mano hacia adelante. Como lo haría un caballero de la corte, que quería evitar que tropezara. Por lo que, al aferrar su mano, di un paso al frente para equilibrar el peso y afirmar mis pies sobre el terreno. En ese instante, patiné, por lo que eché el otro pie adelante con el que también resbalé. A partir de ahí, como si me encontrara rodando una escena cómica de cine mudo en blanco y negro. Se produjeron sucesivos deslizamientos con ambos pies, uno tras otro y vuelta a empezar, exclamando: «Uy, uy, uy», ha sabiendas que estaba haciendo un ridículo espantoso.
De tal manera que, se invirtieron los papeles. Y de no ser por la sujeción vigorosa de la anciana, que en ningún momento dio señal de perder el equilibrio, habría acabado rodando por los suelos. El episodio chistoso provocó unas carcajadas generalizadas, a las que me uní sonrojado, en cuanto recuperé el equilibrio tras el aparatoso desliz.
Lo único que se me ocurrió añadir fue: «Lo siento, lo hice con la mejor intención». A lo que ellos no agregaron nada más que miradas de ternura paternalista, para acto seguido continuar con su camino, como queriendo quitarle hierro al asunto. Dando a entender que en el juego de la existencia, los encuentros en apariencia casuales se producen todo el tiempo. Si tan solo estás atento a las señales que te envía el universo. Disfrazadas de mil maneras y con la colaboración de aquellos personajes itinerantes, a los que a partir de ese día llamaría: «Los Fugaces».