EL TRASLADO, 2ª Parte
Al abrir los ojos, decidí ponerme en pie, quitándome la sudadera que llevaba puesta. Sentía una calidez inusual, pero no febril. Mi corazón latía, como si fueran los pasos atronadores de un elefante caminando sobre un suelo de madera. Estaba pletórico, despierto y decidido a ponerme manos a la obra, con una vitalidad que se sentía prestada.
Quiero decir que la fuerza no brotaba desde mi interior, sino que era como un caparazón o más bien, una armadura invisible dirigiendo mis acciones. Una sensación indescriptible que me llevaba a retomar mis labores, como si hubiese despertado tras dormir doce horas seguidas.
Esta vez dejando de lado mis acostumbrados circunloquios mentales; la necesidad de avanzar era muy superior al deseo de llegar a conclusiones filosóficas. El apuro de darle un buen empujón a las tareas de pintura y limpieza en la cocina y el baño, requería que despejase esos espacios. Yendo fuera a vaciar al contenedor unos sacos de basura, que tenía amontonados en la bañera y sobre la mesa de la cocina.
Al salir del portal, me topé de nuevo con el repelente cabeza de familia de los compradores. Esta vez, mi aparición repentina lo hizo retroceder un par de pasos, aunque enseguida recuperó la compostura. Con tono autoritario, como quien da órdenes a un subordinado, me espetó: ¿Cuándo piensas llevarte ese coche? Parece que lleva siglos sin moverse.
Mi respuesta fue inmediata, saliendo de mi boca como un disparo sin pasar por mi cerebro, asegurando: Ya he informado al mecánico, en cuanto disponga de la grúa vendrá a llevárselo. A lo que añadí: Tengo que volver arriba, quiero empezar a pintar y a limpiar las ventanas. Entonces me miró extrañado agregando: No tienes que hacerlo, en cuanto te marches vamos a comenzar con las obras, echando la mitad abajo.
¿Cómo? Repuse, no dando crédito a lo que acababa de oír. Pues eso, agregó exasperado: Vamos a raspar la pintura de paredes y techos, arrancar ventanas, lavabos, bañeras e inodoros. Sería estúpido por tu parte perder el tiempo con eso. ¡Entiendo!, dije ocultando mi alborozo, a punto de estallar como un espectáculo de fuegos artificiales en una noche de verano.
En cuanto la puerta se cerró tras de mí, subí las escaleras cuan relámpago desatado, preso de una euforia desbordante. Como por arte de magia, todo se había vuelto más sencillo. Ya no tendría que limpiar, pintar ni arrancar clavos o tornillos. Aquel giro inesperado me ahorraba tiempo, esfuerzo y dinero, dándome margen para concentrarme en lo realmente crucial: encontrar mi nuevo apartamento y resolver el problema del transporte.
Al ponerme a llenar las cajas de cartón con todo tipo de cachivaches, sentí que la armadura invisible, por llamarla de alguna manera, seguía operativa a pleno rendimiento. Formidable poder observar la precisión con la que ejecutaba cada movimiento de impulsos milimétricos. Con un desarrollo preciso y un equilibrio perfecto, convertido en una máquina biológica de alta precisión.
Espero que las metáforas sean comprensibles, al carecer de términos apropiados que describan esa segunda piel, que había tomado el control de mis acciones. No en forma de superpoder ni una mutación fantástica, sino una versión optimizada de mí mismo, como si hubiera desbloqueado un ‘modo premium’ de mi propia biología.
La jornada trascurrió sobre ruedas, motivo que me llevó acercarme a un taller mecánico cercano, que además vendía coches de segunda mano. A mi llegada me encontré con un hombre de unos sesenta años de edad, cuyo aspecto me llamó la atención, siendo incapaz de determinar el qué. Lo que sí entendí fue que, si lo comparaba con el nuevo casero, eran la noche y el día, o mejor aún, un ángel y un demonio.
Al verme llegar, caminó hacia mí con aire dubitativo, parecía estar tomándome la medida. Nos saludamos y enseguida pasé a exponer la razón por la que estaba allí. Entonces me dijo: Mira, hoy no puedo contestar a tu demanda, mejor pásate mañana y lo hablamos con calma. El primer razonamiento fue que estaba ante alguien que no tenía ganas de trabajar, por lo que le pregunté: ¿Mañana dices? Sí, te espero, contestó sonriente. ¿A qué hora? Quise saber. Cuando quieras, repuso, con una nueva sonrisa dibujada en su rostro.
Me di media vuelta, pensativo. Podría jurar que me miraba como si me conociera de toda la vida. Algo improbable, porque a pesar de haber pasado por allí una infinidad de veces a ojear los coches expuestos sobre la explanada junto al taller. A decir verdad, nunca había prestado atención al personal que lo gestionaba.
Qué extraño, dije para mis adentros mientras caminaba. Un sonoro, ¡eeeh! Hizo que me girara de nuevo, queriendo saber a qué se debía. Antes de articular palabra, me espetó: Mira los coches que vendemos, por si te gusta alguno. De acuerdo, respondí, quería evitar la apariencia de alguien que no tenía ni para llenar un depósito de gasolina. De modo que, me dispuse a mirar un par de modelos, ocultando mi falta de entusiasmo, por no hablar de la grave escasez de medios.
Entre aquellos que estuve ojeando, había un par con precios sensacionales y en muy buen estado. Sobre todo uno de color blanco, que me llamó bastante la atención. Un vehículo familiar, con un maletero enorme, asientos traseros plegables, idóneo para transportar mis trastos, pensé. Luego me di cuenta de que tenía que volver a mis obligaciones cuanto antes.
A la mañana siguiente me levanté pletórico, siendo consciente de que la armadura invisible había dejado de estar operativa. Acto seguido se me pasó por la cabeza la imagen, de una bola de nieve que comienza a rodar desde lo alto de una colina, aumentando de tamaño a medida que avanza. Pensamiento que deseché para rescatar vagos recuerdos de soñar con un lugar, en el que escucharon mis súplicas.
No sabría decir con quién o qué había hablado, el caso es que tenía la sensación de estar libre de una parte significativa de mi lastre. Inyectándome el ánimo suficiente para pasar a la acción, que supuso zanjar el bochornoso capítulo de mi viejo automóvil averiado. Pero antes necesitaba revisar el estado real de mis finanzas.
La ligereza inicial se transformó en pesadumbre yendo de camino al banco, debía extraer una parte de lo poco que me quedaba en cuenta, para llevarlo conmigo al taller, por si el mecánico me pedía un pago por adelantado. Al meter la tarjeta en el cajero automático, temblaba con una mezcla de rabia e impotencia. Recuerdo que introduje la clave, levantando la vista como si estuviera mirando mis cejas.
Me fastidiaba ver el deprimente saldo de mi cuenta y sin esperanza de una mejoría sustancial. Tras un par de segundos, oteé el teclado queriendo introducir la cantidad a extraer. Cuando mis ojos casi se salen de las cuencas, al observar con precisión los números reflejados sobre la pantalla.
¡Un momento! Susurré, sin dar crédito. ¡Esto no puede ser! Tiene que haber un error, agregué. Sintiendo que el corazón se me salía por la boca. Necesito pasar por ventanilla de inmediato y que me confirmen que lo reflejado en la pantalla es correcto.
Es más, pensé, voy a exigir que me impriman un extracto de la cuenta, para guardarlo como prueba de cara a cualquier posible litigio legal.
Saqué mi documento de identidad para mostrarlo, cuando la señorita quiso saber qué se me ofrecía. A lo que contesté con voz temblorosa: Un momento, luego, pedí que me mencionara el saldo disponible. Ella quiso saber, si lo quería impreso. A lo que añadí tartamudeando, claro, si es tan amable, gracias.
Al recibir el comprobante me giré sobre mi propio eje, escondiendo la cara de su mirada curiosa, incapaz de contener mi expresión de perplejidad. Mi cuenta presentaba un saldo de algo más de cinco mil francos suizos, cuando en realidad solo podía haber alrededor de unos pocos cientos.
Saliendo de la sucursal bancaria, quise gritar, saltar, llorar y correr para dar desahogo al bombazo que surgía incontenible, con cierto parecido a la explosión de una supernova. Mi corazón latía con la potencia de un reactor nuclear, mientras sentía la sangre en mis venas corriendo como ríos de lava, escupidos tras la erupción de un volcán.
Por fortuna pude contenerme lo suficiente, saliendo con paso ligero hacia mi casa. La emoción era tal que marchaba sin sentir el suelo bajo mis pies, podría jurar que caminaba sobre un grueso manto de plumas. Detalle que tampoco tenía gran relevancia, ya que no paraba de repetir en bucle: Pero, ¿cómo puede ser? ¿Es real? ¿Estoy soñando? Hasta que por fin llegué a mi hogar, me desplomé sobre el sofá, sollozando y resoplando como un niño al que le acababan de perdonar un severo castigo.
Necesitaba soltar la presión que me había llevado a un pozo de exasperación como nunca antes. Consciente de que el milagro, y lo llamo así, porque detrás no hubo mano humana ni gesto altruista. Asimismo, sabía que este maravilloso episodio posponía el tormento de acabar en la indigencia.
Después de haber dado un ligero cabezazo, decidido, me fui camino del taller para hablar con el mecánico, como acordamos el día anterior. Estando a unos cien metros de la explanada de coches junto al garaje, al alzar la vista, vi asomar al enigmático individuo como si hubiera detectado mi inminente llegada. Entonces, sonriente, levantó la mano saludando, saludo que devolví, para luego quedarme quieto un instante a la altura del automóvil blanco.
¿Te gusta? Gritó. A lo que respondí con una señal del pulgar en alto. A decir verdad, esta vez no le estaba haciendo un cumplido en vano, sino como un giro repentino y loco del destino. Sopesaba si comprar ese coche, incluso antes de haber acordado el tema de la grúa.
Al poco rato, la voz del enigmático operario me sacó de mis cavilaciones, viéndolo a escasos metros de mí. Entonces afirmó: Si te gusta, puedes tenerlo en un par de días. Hoy es jueves, para mañana no es posible, luego viene el fin de semana.
El lunes a primera hora puedo ir a la policía de tráfico a darlo de alta, y si quieres, por la tarde, vienes a buscarlo. ¡Hecho! Conteste apresurado. ¡Excelente! Agregó él, sonriendo como si se alegrara más por mí que por su propio negocio. ¡Sígueme!, dijo con un encanto indescriptible.
El contrato de compra-venta lo tengo en el taller. ¡Estupendo! Contesté, comentando sobre la marcha el asunto de mi viejo automóvil averiado y la necesidad de…
Llevarlo al desguace en caso de que no valiese la pena revenderlo. Comentario que pareció molestarle, de modo que, arqueando una ceja, me observó con una fijeza que me estremeció, y acto seguido respondió: Déjame la dirección para que cuando tenga un hueco, vaya a echarle una ojeada. Al mismo tiempo que revisaba unos ficheros apilados sobre una estantería.
En consecuencia, comencé a preguntarme quién era este individuo, que aun luciendo el mismo aspecto de antes, parecía alguien diferente. Si bien es cierto que su esplendoroso modo de sonreír, me había cautivado desde un principio. Ahora que lo estaba contemplando a pocos metros de distancia, irradiaba una especie de luminosidad tenue. Su presencia era vívida, con la apariencia de una imagen en alta resolución. No había un resplandor como tal, pero todo en él y alrededor de él estaba envuelto en una coloración más intensa de lo normal.
¡Aquí está!, exclamó. Alzando la mano con el contrato aferrado entre sus dedos. Su repentino clamor interrumpió mis pensamientos. El que sin perder el tono de cortesía, desprendió una autoridad que me puso tenso, en guardia. Entonces me preguntó: ¿No habrá ningún problema para sacar el coche, verdad? A la vez que me entregaba una libreta y un bolígrafo, pidiéndome que, por favor, anotara mi dirección. De manera que volviendo sobre sus pasos, se dispuso a colocar en su sitio los ficheros entre los que había buscado los papeles del auto.
Momento en el que respondí a su pregunta anterior con una voz quebrada, y para mi sorpresa, a punto de romper en llanto. Con un dramático: ¡No!, pero es que ese lug… Exclamé casi sollozando. Momento en que frenó en seco mi intención de finalizar la frase, que en realidad era más una queja. Yo no te puedo ayudar con eso, aseveró con una voz de mando que me hizo retroceder un par de pasos. A la vez que en torno a él se expandía durante algunos segundos, una especie de halo que abarcaba un perímetro de varios metros. Luego levantó su mirada clavándome los ojos, sugiriendo que saliéramos fuera a echarle una ojeada al coche.
En ese instante, supe que mis sospechas eran ciertas, aunque no tuviera una explicación elocuente. Ante mí se reveló un fugaz en toda su magnitud, desplegando un inmenso poder en una fracción de segundo, en la que el tiempo pareció detenerse. Con una bondadosa sonrisa y modales impecables, me mostró sus galones, distintivos de una jerarquía ajena al paradigma humano.
Acto seguido, dijo: ¡Vamos! Extendiendo su brazo y la palma de su mano mostrándome la puerta. Gesto al que obedecí, sin otra intención que la de salir al aire libre, caminando varios metros por delante de él, como queriendo huir de la quema.
Me fui a situar junto a la puerta del conductor hasta que llegara. Cuando de nuevo, exclamó a varios metros de mí: ¡Toma! Lanzándome la llave al vuelo. Dado que casi no me atrevía a mirarlo, puse mis ojos sobre ella para atraparla y al tenerla entre mis manos, la introduje en la cerradura y abrí. Levanté la mirada, como si buscara su aprobación. Instante en el que asintió y de nuevo con un gesto de mano, me invitó a revisar por dentro mi próxima adquisición.
El vehículo estaba en un estado excelente, a pesar de ser de segunda mano y con unos cuantos años encima. El fugaz se mantuvo todo el tiempo a una distancia prudencial, diría yo. Creo que había percibido lo intimidado que estaba con su presencia, por lo que prefirió dejarme el espacio suficiente para realizar mis comprobaciones.
Cuando salí de su interior, reía con una satisfacción sincera, me sentía pletórico. ¡Por fin!, dije para mis adentros, a lo que él, pareciendo adivinar mis pensamientos, preguntó: ¿Estás seguro de querer ese? ¿No prefieres este otro? Señalando un coche amarillo deportivo, de precio similar. Simulé que lo pensaba, para responder: No, este blanco está perfecto. Entonces me hizo una señal juntando ambas manos, para que le lanzase la llave. Al aferrarla, se dio media vuelta y comenzó a caminar en dirección al taller. Luego giró la cabeza, diciendo: El lunes por la tarde lo tienes, no olvides transferir la suma a la cuenta del banco reflejada en el contrato de compraventa. Voy a hacerlo ahora mismo, contesté con las cuerdas vocales vibrando de la emoción que me recorría de pies a cabeza.
Mientras caminaba de vuelta a casa, pensaba en el increíble cambio que había experimentado en los últimos días. Desde el día de mi rendición total, las cosas fluían de una forma más desahogada, para comenzar esa nueva vida. Que parecía esperar a que le diera la puntilla final a los días pasados que ya nunca más volverían. Incluyendo objetos, tradiciones, recuerdos, costumbres, junto con las emociones y pensamientos sujetos a ellos.
Aunque parezca increíble, todo ello estaba tejido como una red de hilos invisibles, cualidad que no les restaba poder para interferir en el devenir del presente y futuro inmediato, si no se cortaban de raíz. Ya que todos ellos suponían conexiones con personas, lugares y situaciones, que me anclaban al pasado y que ya no merecían un espacio en mi nueva etapa vital, por lo que debía dejarlas marchar.
Cuando hablo de soltar, no me refiero a olvidar, sino arrebatarles la capacidad de generar dolor y engendrar un círculo vicioso de victimismo perpetuo con el que no se soluciona nada.
Porque cada elemento que se arrastra detrás, de un sitio al siguiente, de una relación a la próxima. Se convierte en un monstruo que crece en la medida que se le alimenta y que es insaciable.
En cuanto a uno de los apartamentos por los que me había interesado, decir, que ese mismo día fui seleccionado como posible candidato, según se me comunicó por teléfono. Estaba ubicado en una población a pocos kilómetros. Además de los tres que había visitado, era mi favorito, aunque no el más cercano.
Se trataba de una casa de cuatro plantas, con una vivienda en cada una y con un jardín compartido, ubicada en una zona tranquila del pueblo con un reducido tránsito de coches. El objeto de interés estaba situado en el tercer piso. Por encima había una pareja de recién casados, por debajo un matrimonio de cincuentones y en la planta baja, habitaba la anciana madre de uno de los que vivían por encima de ella.
Al caer la noche, con la satisfacción del deber cumplido, me dispuse a cenar pensando en lo bien que iba a dormir. Entre bocados y tragos de un vino tinto que descorché, celebrando mi buena estrella. Me asaltó la idea de redactar una carta de presentación en la que exponer, el porqué debería ser yo el nuevo inquilino. Segundos después sopesaba si los vapores del vino estarían haciendo estragos en mis neuronas, menos activas que de costumbre durante los últimos días. Sin embargo, acabé cediendo al primer impulso, sin estar demasiado convencido de lo que hacía.
Total, ¿qué podía perder? Asimismo, tenía la fuerte sensación que era mi intuición la que hablaba. Instándome a valorar, que, siendo que mi viejo yo ya había muerto, era un sinsentido repetir las pautas del pasado esperando un resultado diferente. Esta última consideración era inatacable, poseía una lógica tan aplastante, como el dos más dos, igual a cuatro.
Un par de días después, recibí la llamada de una gestora inmobiliaria que me comunicaba que habían decidido otorgarme la vivienda, haciendo referencia de manera muy sutil a mi escrito y que este gesto hizo que la balanza se decantara de mi lado. Comentario que me provocó una incomodidad inmediata, que duraría un suspiro. Porque acto seguido, incapaz de contener la emoción del momento y olvidando por completo las formalidades, emití un grito de júbilo propio de un fiero guerrero que acababa de subyugar al enemigo.
El señor, al otro lado de la línea, pareció contagiarse de mi fogosidad repentina, por lo que con risas entrecortadas, me convocó al día siguiente a las once, para la firma del contrato, felicitándome por haberme convertido en el elegido. A lo que contesté: Gracias, gracias, mil gracias, nos vemos mañana.
En cuanto interrumpí la comunicación, caí en la cuenta que era lunes, lo que significaba que mi flamante coche de segunda mano estaría listo por la tarde. Me dirigí hacia el salón desplomándome sobre el sofá, esta vez en señal de triunfo. Ya solo quedaba lo que fuera a vender o a regalar, el resto que no me sirviera, lo arrojaría a la basura. Y por último, tendría que realizar la mudanza con la que comenzaría, en el mismo momento en el que me entregaran las llaves de la vivienda.
Después de la comida de medio día, necesitaba echarme una siesta, a pesar de la excitación que me producía poder ir a recoger mi vehículo. Estaba fundido, habían sido demasiadas emociones durante los últimos tres o cuatro días, todas magníficas, sí. No obstante, tras varias semanas bajo una presión descomunal, en las que batallé tanto de día como de noche. El continuo vaivén me había succionado la substancia vital. Por lo que descansé al menos un par de horas, sumergido en un sueño tan plácido que al despertarme, estaba en la misma posición en la que me quedé dormido. Como si mi alma hubiera abandonado el cuerpo, para ir a bailar entre las nubes al son del trino de los pájaros que pueblan el paraíso.
Ese mismo pensamiento me sacó una sonrisa, pensando en lo cursi que me estaba volviendo, aunque solo fuera de puertas para dentro. Porque en la calle era mejor no mostrar demasiado la faceta poética y los pensamientos sublimes que brotan del espíritu. Ya había comprobado que determinados comentarios inspirados, levantaban ampollas entre la mayoría de personas con las que trataba. A menos que fueran citados en las distancias cortas y con unas cuantas copas de alcohol corriendo por las venas.
Esta vez tampoco fue diferente a la anterior, a penas me hube acercado a la explanada de coches, la cabeza del fugaz asomó por la puerta del taller. Aunque esta vez no levantó la mano en forma de saludo, sino que se dedicó a observarme mientras me acercaba al objeto de mis deseos.
Viendo que no se movía, fui yo quien le hizo una señal con la mano, dibujando en el aire un gesto de giro de muñeca, dando a entender que trajese la llave del coche.
Mientras caminaba hacia mí, lucía un semblante que proyectaba una mezcla de regocijo y satisfacción. Transmitiéndome la sensación de que su alegría era solo por mí y la más que evidente recompensa debida al trabajo bien hecho. El suyo, por supuesto y también el mío. No sabría explicar el porqué, pero lo leía en su cara y en su mirada. Tal vez fueran las facciones, los ojos, la sonrisa, —esta vez menos dilatada—, o incluso su pose corporal y el estupendo brío con el que caminaba.
El caso es que me vi contagiado por su actitud positiva y desenfadada, que sumada al entusiasmo que recorría mi cuerpo, en forma de olas acariciando las rocas de un acantilado.
Por unos instantes, estando de pie junto al automóvil a esperas de que trajese la llave, llegué a sentirme como un astronauta que enciende los motores del cohete para iniciar la cuenta regresiva, que lo llevará al espacio sideral.
Una nueva exclamación de: Eeeeeeeh, me trajo de vuelta a tierra, por lo que al alzar la mirada, vi como desde la distancia hacía una amago de lanzar la llave, para asegurarse que reaccionaba.
Luego, en un segundo intento, la arrojó, mientras yo hacía el ademán de atraparla al vuelo. Entonces dijo: Vi que hiciste la transferencia bancaria, el coche es tuyo, disfrútalo. Luego se quedó parado a unos siete u ocho metros de distancia, observando como hacía yo la ronda en torno a mi última adquisición. Luego oí un segundo clamor, que decía: ¡Oye!, ¿ahora sí, cierto? Mira, observa la matrícula si está bien centrada.
La verdad es que no le había prestado atención a ese detalle, cuando me fijé, me quedé cristalizado y aunque ya no recuerdo cuál era el número exacto. Si sé que era una cifra de cuatro dígitos, en cuyo centro estaban grabados dos sietes. Al verlos me dio un vuelco el corazón, entonces alcé la mirada y vi al fugaz junto a la puerta del taller, agitando la mano en forma de despedida.
Los últimos días de mi antigua vida pasaron sin pena ni gloria, es decir, con todos los asuntos claves cerrados, la venta de muebles y objetos por un precio simbólico. Se convirtió en un curioso correcalles de gentes que se pasaba para dar testigo y por si a caso había algo que llevarse gratis. Salvo un par de excepciones en las que pagaron precios muy por debajo de su valor, por las mejores piezas.
Después de haber pasado semanas entre desplomes emocionales, desesperación, amargura y, sobre todo, miedo—mucho miedo—. Me encontré siguiendo aquel insólito espectáculo llamado amistad y cariño. Iban y venían según las circunstancias, fluctuando entre la cercanía y la distancia. Yo, ahora, solo era un espectador, viendo el mundo con ojos nuevos, sin poder dar crédito a la ficción en la que tantos vivían, aferrándose a lo que les convenía creer.
Pero lo más asombroso no fue el desenlace en sí—esa suma de dinero que apareció en mi cuenta de manera inexplicable, sin intervención humana aparente—sino lo que aquello representaba. No se trataba del dinero en sí mismo, sino de lo que revelaba: una grieta en la ilusión.
Pude ver con claridad el entramado de sombras que sostiene la condición humana, torciendo las verdades para encajar en creencias cómodas, así como se esquivan realidades por miedo, por pereza, por interés o egoísmo. La gente se aferra a sus mentiras, prolongando su propia agonía, profundizando su vacío, endureciendo el corazón, cegando la mente. Y todo para no enfrentarse a sí mismos.
Yo, en cambio, había decidido abrir los ojos.