LA DANZA SAGRADA, 3ª Parte
A la mañana siguiente a penas se colaron los primeros rayos de sol por la ventana, abrí los ojos y agudicé el oído para escuchar si se producía algún movimiento en los pasillos del caserón; pero no, todo estaba en calma. Había dormido como un lirón, me sentía pletórico y lleno de una energía que me impelía a moverme.
Así es que, me levanté de la cama de un brinco y acto seguido me dirigí a la planta baja a sabiendas de que la cocina no estaría aún abierta. Pensé esperar sentado en la biblioteca ojeando algún libro hasta que fuera la hora de desayunar, entonces al pasar por uno de los pasillos me topé de nuevo con el magnífico piano de pared. Debía tener unos cuantos años encima a juzgar por la madera envejecida y el color amarillento de las teclas, no obstante el estado de conservación era excelente.
Como no había todavía nadie pululando por esa área de la casa, me fue imposible reprimir la tentación de levantar la tapa y presionar con cuidado algunas teclas. Acto seguido, tomé sitio y sin saber muy bien por qué lo hacía, comencé a tocar una melodía como poseído por el duende o la musa del arte.
Sea como fuere, sentado frente al piano ejecutaba piezas musicales improvisadas, —salidas de no sé dónde—, que resonaban por toda la casa aún en absoluto silencio.
Si bien es cierto que se trataba de piezas melódicas simples, también es igual de verdad que sonaban cautivadoras y envolventes. Interpretación que interrumpí en el mismo momento en que oí la voz de Mercedes al fondo del pasillo, que venía caminando y expresando su gratitud.
Decía que estaba encantada de la vida conmigo, porque según me explicaba sobre la marcha, las melodías se le fueron colando por el tímpano, mientras estaba aún en la cama entre el sueño y la vigilia. Lo cual hizo que se fuera despertando poco a poco, con alegría y haciendo que se sintiera ligera como una pluma, aseguró.
A sabiendas de que esta vez estaba hablando de corazón, le di primero las gracias y luego le dije que en realidad no sabía tocar el piano y que nunca había estudiado música. A lo que ella respondió: ¿Ah no?, pues para no saber, suena de maravilla.
Su cumplido, una vez más sincero, hizo que me sonrojara, porque entendía que en el fondo tenía razón. Era verdad que no poseía la capacidad de leer notas musicales, pero también era igual de cierto que me había pasado veinte o treinta minutos enlazando hermosas armonías.
Como pude comprobar poco después, también había hecho las delicias de otras muchas personas que se incorporaron al son de la música de piano, y que fueron dándome a entender con sus miradas de aprobación; a medida que iban desfilando por el pasillo de camino a la cocina, que al parecer era la hora.
Cuando se abrieron las puertas de la cocina de par en par, fue para mí como si se me ofreciera el acceso al jardín del edén. Estaba poseído por un apetito leonino. Los aromas de los deliciosos manjares flotaban en el ambiente de la casa, haciéndolos irresistibles para un estómago agradecido como el mío.
Se me hacía la boca agua solo de pensar lo que me iba a llevar al estómago, mientras terminaba de servirme el café de achicoria. Como no tenía muchas ganas de hablar y si de llenar la panza, me senté en el primer sitio que encontré libre. Sabía que a Luz y Mercedes, las vería durante la primera clase y por el resto del día.
De todas formas tampoco estaba con el ánimo de lidiar con las provocaciones chistosas de Mercedes, que sabía no eran maliciosas, pero aun así deseaba disfrutar de mi desayuno en paz.
Esa mañana tuvimos sesión doble en el jardín, a la sesión de Tai-Chi le siguió una de Yoga, donde continué ampliando mi vocabulario particular del lenguaje espiritualista.
Dado que era el último día, después de la clase nos dieron tiempo libre hasta la hora de la comida. A decir verdad fue una gran idea, ya que la mayoría estaba rebosante de energía, y de esa manera sería complicado concentrarse en actividades que requirieran quietud y templanza.
Después nos dijeron que la jornada finalizaría a las cinco de la tarde, para que lo tuviésemos en cuenta.
Razón por la que no habría un largo descanso tras la hora de comedor, sino que con treinta minutos sería suficiente, dijeron, para acto seguido pasar a la última actividad del retiro y después vendría la despedida. Se notaba en el ambiente que la mayoría estaba ya con la mente enfocada en el viaje de retorno y la vuelta al mundo real.
Una vez más me equivoqué en ese aspecto, porque cuando accedimos al salón de actos, se nos explicó que dedicaríamos la tarde a la danza sagrada. Siendo sincero, mi primera impresión al oír aquellas palabras, fue pensar que la maestra le estaba imprimiendo un dramatismo excesivo al asunto. En vez de decir que íbamos a bailar para celebrar lo bien que había ido todo y expresar de esa manera nuestra alegría.
Sin embargo, cuando las cuatro profesoras se pusieron a danzar al son de una música tribal, aquello adquirió un cáliz diferente, se convirtió en un derroche de virtuosismo escrito con letras mayúsculas. ¡Qué digo! Fue el “ne plus ultra”, el “rien ne va plus” de la danza artística.
Cada movimiento pertenecía a un lenguaje corporal que establecía un puente entre lo profano y lo divino. Un alfabeto de los dioses tejido en el aire con una gracia y sutileza grandiosa.
Convirtiendo aquel salón en un santuario de las artes escénicas, con los pies descalzos que acariciaban el suelo como si no quisieran tocarlo. Con las manos esculpiendo signos en el aire, dando tributo al lenguaje primordial, con un físico pujante queriendo traspasar los límites de la realidad compartida.
Rompiendo las barreras de su carne que hervía con una llamarada de pasión desenfrenada que las abrazaba y envolvía. Para sumergirlas en una nebulosa de furia arrebatadora que por momentos estiraba sus músculos hasta límites sobrehumanos, a punto de hacerlos saltar por los aires como unas cuerdas de guitarra tensadas en exceso.
Alzando una plegaria a lo más elevado, al aspecto sagrado de todas las cosas, exigiendo ser imbuidas en el elixir de lo eterno que parecía querer manifestarse, para romper el espejismo del paradigma de las limitaciones humanas aprehendidas.
Arrastrando a los presentes a un estado de embelesamiento inexplicable, un frenesí de entrega incondicional al flujo de la existencia, al enigma de la creación y de las criaturas creadas. A las armonías que susurraban entre los silencios de los cánticos que sonaban de fondo, a las fragancias que trascendían los aromas de los inciensos como si se tratara de soplos seráficos.
El humo trenzado como por mano de ángel, trazaba figuras armoniosas, hermosos contornos parecidos a las orquídeas. Alcanzando juntos un nivel de abstracción tal, que ya no sabía si tenía ante mí a profesoras de baile o altas sacerdotisas moviéndose como una sola entidad.
Dibujando con su embriagadora danza, ¿quién sabe?, signos pretéritos de nuestros antepasados. Jeroglíficos arcaicos, sellos inmateriales o portales hacia otros planos de existencia.
Un canto a los elementos, a la geometría sagrada, a las corrientes telúricas, a los flujos universales y a la razón de ser de todo lo que existe, es y respira. No como un acto de supervivencia, sino de gratitud a lo increado, lo incognoscible, la verdad del amor que todo lo impregna.
Una simbiosis indisoluble en la que ellas eran el aire y el aire era de ellas, no por herencia, sino por conquista a través de aquel ritual de alquimia suprema que las colocaba en el centro del universo.
Así como sus pies batían la tierra, el suelo las mecía y arropaba mientras que de sus ojos brotaban llamaradas, destellos de polvo de estrellas, lava incandescente se precipitaba por sus venas y fuego abrasador surgía de sus entrañas.
Ríos de sudor bañaban su piel como un barniz que las hacía brillar, cubiertas por una capa iridiscente, tras incidir sobre ellas los rayos solares que se colaban por las cristaleras. A modo de focos de un escenario sideral, que parecía contener la respiración hasta que alcanzaran el grado de incandescencia.
Corrientes subterráneas llenas de vitalidad que se traducían en fluidez, la de sus pasos, sus brincos y sus piruetas. Las trazas gráciles de sus brazos y manos, convertidas en fibra cristalina que proyectaban fuerza, vigor y poder creador. Delineando en el éter conjuros de gratitud por la magia desplegada que unía lo perenne con lo inmortal, lo contemporáneo con lo ancestral, y lo presente con lo atemporal.
El latir de sus corazones fundidos con los nuestros, formando un coro que alzaba la voz, un cántico que debería ser oído hasta los últimos confines del universo y que solo nuestras almas supieron interpretar. En el lenguaje esencial de la danza sagrada que traspasa las barreras temporales y derrite las estructuras mentales rígidas, para dar paso a la comprensión genuina y la luz de la consciencia.
En cuanto la música cesó, se desplomaron sobre el suelo de madera bramando y transpirando, emitían una especie de gemidos de parto que infundían respeto, pero a la vez gozo y alegría. Tumbadas formaron una cruz que apuntaba hacia los cuatro puntos cardinales, los cuatro elementos y las cuatro fases lunares.
Lo que en un principio comenzó siendo un aplauso ensordecedor, pasó a ser un pataleo atronador que hizo retumbar las estructuras de madera del caserón, como si se tratara de un viejo galeón en medio de una tempestad.
Debieron pasar varios minutos, para que el hechizo se fuera evaporando y el desenfreno inicial se serenara. Hasta que a los últimos palmeos, le siguió un largo silencio que pretendía reconocer el arte encarnado por unos cuantos minutos. Asimismo era una reverencia hacia las fuerzas intuitivas desplegadas de manera magistral, en un salón repleto de gente que no salía de su asombro.
Mi reacción a todo ello, fue resoplar y suspirar en bucle, como si hubiera realizado un esfuerzo sobrehumano. ¡Qué digo! La agitación era tal que habría podido jurar que estuve danzando con ellas, cuando la verdad era que había estado sentado todo el tiempo con la boca abierta y los ojos a punto de abandonar las cuencas.
En cuanto a la despedida oficial tampoco hay demasiado que añadir, salvo que se llevó a cabo de una manera protocolaria. En cuanto la gente que abandonaba la sala comenzó a abrir y cerrar la puerta varias veces, mi cerebro paso de modo New Age a modo urbanita. O dicho de una manera más técnica, pasé de estar regido por ondas cerebrales Theta a activar el modo de alerta del estado Beta.
Enseguida fui a despedirme de mis amigas y les pregunté si necesitaban un pasaje, a lo que contestaron que no era necesario, ya que el marido de una de ellas había venido a buscarlas.
Por último me acerqué a Luz y le dije: Oye, sensacional, ha sido una verdadera gozada compartir con vosotras este espacio y lo que he aprendido es impagable, te lo agradezco de corazón. A lo que ella no añadió nada, aunque su mirada lo decía todo, quizá no se esperaba un gesto de gratitud tan directo.
Cuando estaba saliendo por la puerta, me llamó, y dijo: Aloysius, ve despacio, que pronto se hará de noche.
¡Claro!, contesté agitando la mano.