«Lo que estás haciendo es de mucho valor, y por ello vas a ser recompensado».
Insisto, esta escena, se estaba desarrollando en la pantalla de un televisor desconectado. Además, este par de seres de apariencia angelical desprendían una alegría que, lejos de contagiarme, me irritaba. Al abandonar el salón, no sentía solo vergüenza, sino también una profunda desdicha. Su pulcra presencia, envuelta en un sobrecogedor halo de inocencia, hacía que me sintiera sucio, inferior, degradado.
Su apariencia angelical no era arquetípica, o sea, dos alas, cubiertos con túnicas y tocando el arpa. Tampoco era una típica imagen infantil con aspecto seráfico. Se trataba de dos varones de entre 30-40 años de edad. Su ropa, de cintura para arriba, era ceñida, la típica indumentaria que se usa en la gimnasia rítmica. Por lo demás, nada que llamara la atención.
Allí estaban aquellos dos seres de otra realidad, porque, a pesar de tener una apariencia antropomórfica —dos manos, dos brazos, una cabeza, ojos, nariz, boca, etc.—, algo en su aspecto delataba que no encajaban en nuestra realidad. De hecho, se parecía a una proyección holográfica hiperrealista que generaba un plano superpuesto, plasmando la imagen de ambos sobre la pantalla del televisor. Sin que fuera capaz de distinguir dónde comenzaba lo uno y finalizaba lo otro. ¡Un misterio!
Ante tal panorama, comencé a actuar de forma errática. Como un murciélago encerrado en un cuarto oscuro, en el que de repente se había colado una potente ráfaga de luz. Claro que yo no tenía alas, ni podía volar; más bien arrastraba los pies, correteando por toda la casa, mientras hiperventilaba con un estado emocional descontrolado.
Aquel cañonazo de realidad supraconsciente fue demasiado para mi sistema nervioso. Tanto es así que, en algún momento, la angustia me atenazó, hasta el punto en que rompí a llorar. Eso sí, un llanto casi inaudible. Sentía una profunda vergüenza, por lo que trataba de evitar que los dos misteriosos cantores pudieran oír mi llanto.
No fui capaz de soportar por más tiempo la visión de aquellos dos individuos cándidos, que me cantaban una canción, imperturbables ante mis desvaríos emocionales. Así que puse fin al episodio cerrando desde fuera la puerta del salón. Esperaba de corazón que no hubieran captado mis iniciales peroratas internas, que rozaban lo obsceno.
No sabría decir cuándo cesó todo; de hecho, no volví a pisar el salón hasta bien entrada la noche. Luego, en los días sucesivos, fui reflexionando en profundidad. Otorgando a este increíble acontecimiento el lugar merecido. Llegando a la conclusión de que un episodio en apariencia banal puede retorcerte las entrañas y desgarrarte por dentro.
Cosa que me hizo tomar consciencia de una verdad dolorosa: la certeza de que, cuando te encuentras reptando por la sombra, la luz puede llegar a ser insoportable. Dicho de otra manera, saber que tan indeseables son las tinieblas para un ser de luz, como lo es la luz para un ser extraviado en el averno.
En ese periodo de tiempo, ya me encontraba enfocado en la senda correcta; sin embargo, aún no la había alcanzado en el grado deseable. Me sentía contento, pero no satisfecho. Aunque me costara sangre, sudor y lágrimas, estaba resuelto a luchar por alcanzar un mayor nivel de consciencia.
Bajo ningún concepto iba a permitir que nada ni nadie me distrajese del objetivo marcado. Sabiendo que había comenzado un camino tedioso y solitario.
Algunos lo llaman la senda del héroe, la noche oscura del alma o la travesía por el desierto. En cualquier caso, lo había iniciado, decidido a llevarlo hasta las últimas consecuencias.
¿Qué sentido tiene la vida si te vas de ella igual que viniste? O como dice el adagio: salieron de la oscuridad, vivieron en la confusión y volvieron a la oscuridad.