EL BOSQUE ENCANTADO

EL BOSQUE ENCANTADO, 1ª PARTE

El frío invernal se extendía a lo largo y ancho de aquel hermoso paraje natural. Teniendo en cuenta las fechas que eran, presentaba un aspecto estupendo y, a la vez, desolador.

Un panorama cubierto con una gruesa capa de nieve, en el corazón de una de las muchas masas boscosas situadas al norte del Kantón de Zúrich, en Suiza.

Una escena cautivadora, por el blanco prístino que adornaba la superficie gélida del lugar, así como por los árboles y plantas que brindaban un espectáculo óptico difícil de igualar.

Ese que tantas veces ha dado la vuelta al mundo, en forma de postales, fotografías y diapositivas de los paisajes montañosos de la Federación Helvética.

Desolador también, porque en el momento en que me fui adentrando por una de las sendas que se perdía a través de la frondosa arboleda, pude constatar que no había ni un alma. Lo cual tampoco era de extrañar, teniendo en cuenta que la temperatura debía rondar los cero grados centígrados o incluso por debajo del punto de congelación.

Lo curioso era que el frío parecía desaparecer en cuanto extendía una bolsa de plástico sobre la que sentarme en el suelo, apoyando la espalda contra uno de los tres árboles que había seleccionado en mis continuas idas y venidas a aquel lugar tan magnífico. Ese que decidí escoger como espacio idóneo para entregarme a la práctica de meditaciones profundas, que me conectaban con la naturaleza de una forma genuina y directa.

Alcanzando, a veces y tras muchas sesiones de práctica, estados en los que tenía la sensación de mimetizarme con el entorno, aunque solo fuera a nivel energético. En los que era habitual perder la noción del tiempo, diluido en esferas de conciencia en las que entregaba de forma transitoria mi identidad del yo. Descuidando por completo que me encontraba en un sitio que, aunque solía ser poco concurrido, seguía siendo un espacio público. Por donde pasaban senderistas y, por supuesto, tampoco faltaban toda clase de animales, alimañas e insectos.

A veces convertidos en encargados involuntarios de traerme de vuelta a esa realidad terrenal que abandonaba con demasiada frecuencia. Sumergiéndome en realidades de las que iba obteniendo lo necesario para seguir forjando la delicada y exigente senda del héroe. Abstracciones que podían durar minutos u horas.

En ese sentido, no me regía por pautas rígidas, como la duración de las sesiones o forzarme a seguir si estaba falto de inspiración. Más bien, me dejaba llevar por el momento presente, fluyendo con emociones y pensamientos que me elevaban a los cielos o me arrastraban a los infiernos. A lo que habría que sumar factores externos menos determinantes, que tenían que ver con la posición e intensidad del sol, la fuerza del viento, la temperatura ambiente y otras nimiedades.

Salvo en contados casos, en los que mi estado anímico, sujeto a los vaivenes propios de la naturaleza humana, se deslizaba sobre una superficie inestable de certezas y absurdos, de culpas y penas, de miedos y dudas, que hacían de la práctica meditativa misión imposible. Hecho difícil de aceptar, que en determinados momentos no se dieran las cosas como deseaba.

Como dije con anterioridad, en cuanto a lo que ya consideraba como mi cuartel general, tenía tres árboles enclavados en puntos estratégicos, según sintiera que debía ubicarme cada vez que acudía a conectarme con los elementos.

El primero, situado en lo alto de un peñasco, desde el que se podía divisar un panorama extenso de la zona baja del valle, ubicada a unos pocos kilómetros de allí. El número dos se encontraba a un centenar de metros camino abajo. Mientras que el tercero estaba a una distancia aproximada de unos cuarenta metros del segundo. Eso sí, más alejado y menos visible desde el camino de tierra que atravesaba ese sector concreto del bosque.

La transformación interior que experimentaba no me permitía tomarle una medida exacta, debido a que no se trataba de algo que podía solucionar mirándome a un espejo. En cambio, para mi entorno era algo más instintivo detectar que algo había cambiado, ¿pero qué?. Al estar en mi presencia, se percataban de que ya no era el de antes, hecho que les provocaba rechazo y espanto por partes iguales. Aun cuando ignoraban mis frecuentes escapadas al bosque encantado y no tenían ni la más remota idea del aumento exponencial de las experiencias místicas que me estaban transformando en secreto en alguien diferente.

Digamos que la gente cercana a mí no poseía la capacidad de discernir la metamorfosis por la que transitaba, pero sí veían, en cambio, los efectos más llamativos de las alteraciones externas. Desde el aspecto físico, pasando por el modo de comportarme y hablar, o el cambio radical de mis costumbres culinarias y otras. Todo ello envuelto en un halo de misterio que les molestaba, aunque no lo suficiente como para indagar en el porqué de estos cambios. “Mejor evitamos inmiscuirnos demasiado, no sea que vayamos a oír cosas que nos obliguen a cuestionar nuestro estilo de vida”.

—Más vale lo malo conocido, que lo bueno por conocer—.

Pues bien, la sensación que yo obtenía en relación con ellos era parecida a cuando alguien que no te ha visto hace tiempo te encuentra y te dice: “¡Hay que ver cuánto has engordado!”. O adelgazado, o crecido, o qué sé yo. Uno, al oírlo, se queda extrañado pensando: “¡Pues no sé, yo me veo como siempre!”. En contraste, está el efecto que te provocan los demás, que siguen atados a su vida de carnalidad inconsciente, la que era inversamente proporcional a la mía. En otras palabras, formas de vivir que son como el día y la noche.

Luego estaba el factor que me generaba confusión y que tenía que ver con lo que yo experimentaba. Que, al vivirlo con dedicación cada día, no encontraba la forma de medir el alcance y la manera en que se proyectaba mi imagen del yo en el mundo exterior. En conclusión, no me veía a mí mismo si no era a través de la mirada de los demás. Lo cual hacía la visión poco precisa, teniendo en cuenta que no todo el mundo te mira con buenos ojos.

En cuanto a lo que me provocaba el establecer un contacto auténtico con la naturaleza como fuente de vida, era harina de otro costal. Pero no en un sentido ideológico o ligado a tesis medioambientales, tan típicas del discurso humano imperante que no compartía y de las que sentía estar situado en sus antípodas. Para mí era algo más simple e instintivo. Un vínculo genuino que posibilitaba un intercambio desinteresado a través del tejido sutil del campo cuántico natural que rodea a todo ser vivo. Eso que muchos conocen como el aura.

Teniendo en cuenta que no es imprescindible ver o sentir para que se produzca una interacción que permea las capas sutiles de nuestro propio ecosistema. Basta con pasar un tiempo en medio de la naturaleza para impregnarse de la vitalidad que desprende.

Había días en los que la conexión era tan intensa que las palabras se quedaban cortas. Cualquier analogía sonaría forzada, como intentar atrapar el viento con las manos. Era algo que simplemente sucedía, inexplicable, pero real, como si el bosque y yo fuéramos uno. Trayéndolo un poco de los pelos, se podría entender como la ósmosis de mi ecosistema con los planos sutiles o el traslado en conciencia a un plano de realidad distinto. Mientras que mi cuerpo físico permanecía sobre el suelo con la columna erguida, lo cual facilitaba el fluir de la energía a través de mi cuerpo.

Lo desconcertante para mí seguía siendo la disparidad de los resultados según los días. Unas veces me perdía en las insondables esferas internas, hasta el punto en que ya no sabría decir si respiraba, mientras que otras no conseguía centrarme.

Luego había veces en las que el fracaso, sí, se debía a factores exteriores extremos. Como cuando se levantaban fuertes rachas de viento gélido que me hacían tiritar de frío, agitando con violencia las ramas de los árboles más cercanos, que amenazaban con quebrarse antes de caerme encima. A lo que habría que añadir lo que di en llamar las pesadas bromas del espíritu del bosque.

El cual, en contadas ocasiones, arrojaba un montón de nieve sobre mi cabeza desde las copas de los árboles, sin que tuviese tiempo de reaccionar o protegerme. Dándome primero un susto de muerte, para luego dejarme temblando. Pequeños percances con los que debía contar al adentrarme en una arboleda helada, alejado de uno de los caminos que la cruzaban.

Este tipo de inocentadas no solo ocurrían por la acción del viento, también pasaba cuando lucía el sol. Lo que lo convertía en un episodio mucho más traicionero, al desprenderse en silencio el sombrero de nieve por derretimiento, de la cima o de las ramas de los árboles. Con la salvedad de que en esos casos la nieve estaba poco compactada, por lo que el coscorrón era menos enérgico.

En este punto, necesito aclarar un aspecto fundamental, y es que, a mi modo de entender, la naturaleza, en general, además de lo visible, o sea, los diferentes reinos, como son el mineral, el vegetal y el animal, posee un aspecto más etéreo que muchos niegan al no ser capaces de verlo, pero sí de sentirlo; estoy convencido. Con tan solo permitir que el organismo físico se impregne de la energía del ambiente.

Ahora bien, luego hay una sección, no sé si mitológica o real, con el que solo he conseguido establecer una conexión intelectual. Me refiero a las múltiples leyendas, fábulas y mitos sobre los elementales de la naturaleza, como las hadas, los gnomos, los duendes, las sílfides, las ondinas y todo tipo de entidades que, al parecer, según ciertos relatos de culturas ancestrales, pueblan los bosques, los ríos, los mares, los desiertos, el subsuelo y los aires.

¿Quién sabe si son imaginarios o si se manifiestan solo ante un tipo de persona concreta? ¿Tal vez dependa de una capacidad particular que permita verlos o interactuar con ellos? Este no es mi caso; sin embargo, como planteamiento que trata de explicar la composición de las estructuras no visibles y la forma en que se rigen. Representadas por los elementos tierra, fuego, agua, aire y éter, sí, la considero como una idea conceptual que obtiene mi aprobación plena.

Con elementales o sin ellos, cada vez que me era posible, me ponía en camino sin pensarlo demasiado. En cuanto llegaba al bosque encantado, me sentía como en casa y bien acompañado. Si hay algo que deseo resaltar, son aquellas visitas a mi cuartel general, en las que sucedían cosas fuera de lo común. Momentos para enmarcar, como cuando establecía un fugaz, pero intenso contacto con el mundo animal salvaje. Porque eso fue lo que sucedió uno de los días en los que decidí ir, a pesar del frío glacial y el alto grado de humedad del aire, que desaconsejaba permanecer demasiado tiempo en el lugar. Eso era lo que recomendaba el parte meteorológico y, por lo tanto, era la intención antes de llegar.

Luego hubo un repentino cambio de planes o, más bien, un giro en los acontecimientos, que fueron alargando mi estancia.

¿Cuánto me hubiese gustado tener la capacidad de capturar aquel lapso de tiempo, para meterlo en una caja de cartón que pudiera abrir a capricho y observar en su interior el momento tan excitante que se produjo sin más?

Hacía menos de media hora que me había acomodado junto a uno de mis árboles preferidos. Aquel que solía elegir cuando lucía el sol colándose entre los troncos y produciendo unos efectos de luz espectaculares. Rayos que centelleaban sobre la superficie de charcos y hojas cubiertas por gotas de agua, las que, al recibir el impacto lumínico directo, resplandecían como gemas preciosas.

Escenario en el que tampoco podía faltar la música de fondo, orquestada por la naturaleza y sus criaturas vivientes. Decenas o centenares de pájaros trinando y saltando entre ramas, produciendo chasquidos y aleteos por doquier. Alimañas en su corretear frenético para no ser descubiertas: ardillas, conejos y qué sé yo. A la par que millares de gotas de agua golpeaban en un incesante ritmo armonioso hojas, ramas y arbustos, creando un fondo de percusión sonora. Mientras que, desde la lejanía, se oía de vez en cuando el rugir del motor de combustión de un vehículo que pasaba de largo y, contadas veces, el estruendo de algún avión que volaba bajo.

Una orquesta sinfónica que, al escucharse con calma, atención y una porción de reverencia, genera un efecto hipnótico en el oyente, que lo eleva a una octava superior de frecuencias. Las que, a su vez, inciden de manera favorable, no solo en el bienestar del cuerpo físico, sino también en las emociones y en la psique.

Posee un poder regenerador imponente, al que, por falta de entendimiento o por pura comodidad, le hemos cerrado la puerta. Promoviendo, como humanidad, un estilo de vida aséptico y sedentario, contrario a nuestra propia naturaleza biológica. Bueno, eso es más bien el caso de quien lo haya decidido así, no es el mío.

Volviendo al escenario anterior, decir que había ido deslizándome en un proceso de introspección hondo, pero sin perder del todo el contacto con el entorno. Cuando, de repente, un ruido en la lejanía me fue sacando del estado contemplativo. Tal y como suele suceder al despertar matutino, en que, por algunos instantes, uno está entre dos mundos: la realidad de ensueño y la de vigilia, sin llegar a estar en ninguna de las dos por completo.

Por lo que…

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