EL BOSQUE ENCANTADO

EL BOSQUE ENCANTADO, 2ª PARTE

Mis sentidos comenzaron a agudizarse; en este caso, el oído primero y luego la percepción general, acompañada de la maquinaria del pensamiento, que elevó la actividad cuando comenzó a detectar movimiento, en el lugar en el que hasta ese instante había reinado un silencio sepulcral.

Primero pensé que sería alguna alimaña menor; luego me di cuenta, por el impulso que arrastraba tras de sí, que era una pieza grande. A juzgar por la manera vigorosa con la que golpeaba el suelo, más que reptar o brincar, se regía por impulsos que describían un movimiento entre el trote y el galope.

Cuanto más se acercaba, más claro tuve, que estaba dando unos saltos considerables, hasta que, llegado a una cierta distancia de mí. A lo sumo un par de decenas de metros. Sentí como un golpe de aire seco, el brío que traía tras de sí. Parecido a la fuerza que impulsa a una lancha fuera borda. Y que en este caso y para mayor desgracia, se dirigía en inminente curso de colisión si no le ponía remedio.

Acompañado de varios bufidos que no auguraban nada bueno. Ya no había duda: a pocos metros de mí se encontraba una bestia de un peso significativo. Dado que pude oír con meridiana claridad el impacto que imprimían sus pezuñas sobre la superficie congelada.

Al menos eso fue lo que yo pensé antes de abrir los ojos, aterrorizado por la idea de lo que podría ser la inminente arremetida de un jabalí. Aunque, a decir verdad, no encajaba en el patrón de movimiento propio de un cerdo salvaje, ya que se movía dando saltos como si fuera un canguro. Entonces ya no pude mantener los ojos cerrados a esperas de que pasara de largo y no me arroyara.

En ese instante, con el corazón latiendo desbocado en mi garganta, mi mirada se quedó clavada sobre los ojos de un animal enorme que también parecía sorprendido y asustado.

Visión que me produjo un doble impacto: primero fue el repentino choque de miradas entre ambos. En el que parecimos cerrar un pacto de no agresión instantáneo. Y luego, al ampliar un poco más el foco, pude constatar que ante mí tenía un estupendo ejemplar de venado, que no se percató de mi presencia hasta que hube abierto los ojos o quizá un poco antes. ¿Quién sabe?

Todo fue tan rápido y sorprendente que no quedó tiempo para más. Luego de que, dando un quiebro magistral, cambió su trayectoria, pasando a un par de metros por mi flanco derecho, perdiéndose entre la densidad de la maleza. ¿Acaso iba a ser este el último episodio del día? ¡A saber!

Apenas desapareció de mi vista, tomé un par de hondas inhalaciones para recuperar el aliento tras el fuerte sobresalto emocional. Acto seguido, me fui incorporando despacio, desentumeciendo mis extremidades y frotando el cuerpo hasta reactivar la circulación sanguínea.

Cualquier otro día, ese habría sido el final de mi estadía en el bosque; sin embargo, y a pesar de la sorpresa reciente, esta vez sentí que los astros me eran favorables. El caso es que, después de levantarme, decidí que no era aún hora de irse. Por lo que resolví no darle más vueltas al asunto y, estando aún de pie junto al árbol, extendí los brazos hacia delante con las palmas de las manos abiertas.

Las apoyé sobre el tronco, estableciendo una conexión instantánea. Como si hubiera insertado un enchufe en una toma de corriente eléctrica. Recibiendo acto seguido, suaves oleadas de energía vital, produciéndome a su paso un hormigueo desde los hombros hasta los talones.

La sensación era tan placentera que enseguida olvidé que estaba de pie, a la vista de cualquiera que pasara por el camino de tierra, situado a una decena de metros del lugar en el que yo me encontraba. Casi sin darme cuenta, fui dejando caer los párpados hasta quedar sellados.

Tiempo después, aparentes movimientos involuntarios de mis piernas me sacaron del estado de letargo. Esta vez no me alarmé, pero sí que me quedé perplejo por lo que comencé a percibir. Manteniendo aún los ojos cerrados, pues no estaba dispuesto a renunciar a aquel creciente flujo ondulante que fluía pierna arriba. ¿Cómo explicar esto sin que suene a superchería de alguien con excesivos deseos de protagonismo, que inventa historias para sentirse importante?

El caso es que, llegue a parecerlo o no, la verdad va a permanecer inalterada, por más que genere opiniones dispares. Pero lo que voy a exponer ahora, relatado en dos secuencias distintas unidas al episodio anterior, formaron una triada increíble de una jornada que, para mí, fue fascinante.

Volviendo a la escena anterior, donde continuaba erguido con las manos apoyadas sobre el árbol, comencé a sentir lo que parecían ser desplazamientos involuntarios de mis extremidades. Dibujando trayectorias disparatadas, en sentido descendente y ascendente, para las que no existía una explicación lógica. Unas veces parecían hundirse un metro por debajo de tierra, y otras, flexionadas, se elevaban a la altura del pecho.

Para que se entienda mejor, digamos que los movimientos que percibía, se parecían a los que se suelen realizar sobre un stepper de fitness, pero en este caso con un recorrido mucho más extenso. Tanto que sería imposible ejecutar, a menos que fuera de goma elástica.

Sobre todo cuando —y aquí viene lo demencial—, mi cuerpo físico permanecía inmóvil. Es decir, los pies anclados al terreno nevado y las palmas de mis manos descansando contra el tronco a la altura del pecho. Entonces comencé a preguntarme: ¿qué era lo que se movía de esa manera, como parte esencial de mi ser?

Me parece que no lo sabré nunca; además, el ejercicio no duró mucho más, porque llegué a un punto en el que sentí verdadero pavor. Y es que, mientras avanzaba el manicomio sensorial, sentí que, con cada zancada descendente, me hundía más profundo en el subsuelo. Tanto es así que, durante un último impulso antes de abortar la sesión de manera abrupta, percibí una potente energía que me succionaba hacia dentro. Por lo que tomé la determinación de detenerme cuando, a punto de perder el control, tuve la convicción de que esta fuerza magnética se estaba apoderando de mí.

Al abrir los ojos, junté mis manos, soplando entre los dedos, y de repente todo cesó.

Decidí que ya había sido bastante, así es que me puse en camino de vuelta a casa. Lo que implicaba andar un tramo por una de las sendas de tierra batida: unos cuantos cientos de metros hasta llegar al sitio junto a la carretera, donde tenía aparcado mi coche. Mis pasos eran cortos y pausados; no sentía ninguna urgencia ni ganas de volver a casa, pero tenía que marcharme antes de que oscureciera demasiado.

Por la noche, el bosque se transforma, y eso no es bueno cuando la visión se reduce tanto por falta de luz solar, a la vez que aumenta el movimiento de bestias y alimañas que, durante el día, suelen ocultarse. Si no estás acostumbrado a lidiar con ese tipo de situaciones, puede sentirse demasiado intenso, además de ser peligroso.

Lo que yo no podía esperar era un tercer acto, el colofón, el cenit de aquella maravillosa jornada que llevaré guardada en mi corazón para el resto de mis días. Una sorpresa que me pilló caminando cabizbajo y arrastrando las suelas de las botas sobre la nieve, mientras pensaba en lo que había vivido, dándole a los detalles en mi mente el lugar adecuado. Como si se tratara de manuscritos que iba colocando sobre una estantería. Cada uno en el casillero correcto, para mantenerlos ordenados.

Cuando hablo del colofón, no estoy exagerando, ya que ese tercer escenario contendría la fascinación sumada de los dos anteriores, pero llevado a un nivel sublime que rozaba el encantamiento. La magnífica sorpresa se desplegó en cuestión de segundos, aunque a mí me pareció una eternidad. Cuando, en medio del camino, se plantaron primero tres venados: dos jóvenes y un adulto; luego, otros tres pequeños; y, a la cola de la comitiva, otro grande que tenía la pinta de ser la madre.

Esta vez sería una experiencia diversa. Primero, aclarar que no los vi ni los oí llegar, como si sucedió en el episodio anterior. Digamos que solo pude registrar el último saltito que dieron para colocarse ante mi mirada eclipsada, por una visión que parecía extraída de un cuento de hadas. Calculo que a unos cinco metros de distancia de mí. Lo cual era bastante improbable, desde un punto de vista racional y comparándolo con el primer ejemplar. Donde el ímpetu, los bufidos, los enormes saltos y el sonido provocado por el impacto de sus pezuñas hundiéndose en el terreno escarchado; esta vez, habían brillado por su ausencia.

Si a eso le sumamos que no era un único ejemplar, sino que se trataba de siete venados de tamaños diferentes, con un estupendo pelaje en distintas tonalidades entre el castaño claro y el marrón oscuro, la cosa se tornaba cuando menos sospechosa. A lo que habría que sumar que ninguno de ellos jadeaba ni mostraba señal visible de agitación, en el supuesto de que llegaran corriendo y dando brincos, como hacen los de su especie. Aunque sí que se podía observar, como el calor corporal se desprendía de sus lomos en forma de una nube de vapor blanquecino, que se iba elevando hasta disolverse en el ambiente.

Luego estaban los detalles más pasmosos, su quietud parsimoniosa ante mi presencia y su falta de interés por continuar con su travesía. Asombroso y conmovedor. ¡Me hubiese gustado tanto poder lanzarme sobre ellos para abrazarlos y acariciarlos durante un buen rato!

Una vez superado el momento éxtasis inicial, me quedé quieto, maravillado. Entonces el mundo pareció detenerse, y el bosque enmudeció, como si quisiera honrar el encuentro. El aire se llenó de un silencio reverencial, solo roto por el leve crujir de la nieve bajo las pezuñas de los venados. No sé si fue por causa de mi excitación o el deseo inconsciente de embellecer aún más el escenario improvisado. Pero aquella manada de cérvidos estaba envuelta en una especie de luz tenue, en la que dentro de un indeterminado perímetro los colores lucían más vívidos y los contrastes eran más marcados. Irradiando una serenidad que trasciende cualquier descripción.

Tanto es así que, ahora que lo pienso, me doy cuenta de que, en ese lapso de tiempo, mi sentido del olfato se agudizó de manera extraordinaria. Captaba su olor corporal, suave, pero distintivo, desde la distancia en la que me encontraba, sin querer dar crédito a que aquello pudiese ser real. A la vez que ráfagas de fragancias vegetales transportadas por las rachas de viento ligero, penetraban a través de mis fosas nasales. Consiguiendo la mezcla perfecta que describía con maestría, los matices de una encantadora escena cargada de sensaciones olfativas. Relato que no habría sido posible igualar ni con todas las palabras del mundo.

En términos racionales, decir que aquellos ejemplares eran distintos en su conducta y en la manera de observarme, me transmitían la sensación de tener ante sí a un igual o al menos a alguien que merecía su confianza. Lo cual me desconcertaba, al tener presente que se trataba de animales salvajes, que, a mayor sazón, estaban en familia, o sea los padres y las crías. Lo que a mi entender tendría que aumentar su instinto proteccionista, que evitara cualquier proximidad con un ser humano.

Pienso que si alguna persona hubiera divisado el escenario desde la distancia, habría llegado a la conclusión de que, en ese instante, la imagen se había congelado, no tanto por el frío imperante, sino por lo increíble del momento.

No sé decir cuántos segundos pasaron, pero debió rondar el minuto, aunque tampoco estoy seguro, porque, como ya dije, el tiempo pareció detenerse. Es posible también que fuera una percepción alterada, provocada por el grado de exaltación que experimentaba. Del que yo deseaba de todo corazón que no se acabara nunca.

Pero, como bien dice el Adagio: “Nada es eterno”. Así que tampoco lo sería este tercer episodio. A partir del momento en el que aquel que parecía ser el macho alfa, dio un primer brinco, seguido de otros cuantos, arrastrando a la manada tras de sí, junto con el halo de luz y el fabuloso cocktail de aromas que tanto me habían deleitado. En cuestión de segundos, desaparecieron sin dejar rastro. Salvo el estado de fascinación que me había tocado la fibra sensible del alma. En cuanto los hube perdido de vista, no supe si empezar a reír, llorar, gritar, correr o realizarlo todo a la vez para desquitarme.

Aquel espectáculo de ternura animal, me había henchido el corazón de dicha. Tanto es así que mi pecho parecía una cascada de agua cristalina que descendía hasta los pies, barriendo a su paso toda sensación de desdicha transitoria que me asediaba con tanta frecuencia. ¿Qué más podía pedir? Había sido un día perfecto, insuperable. Pero, como suele ser habitual después de pasar por este tipo de experiencias, ya montado en el coche de vuelta a casa, me sobrevino un sentimiento de nostalgia, un anhelo indefinido. Tan frecuente en los que son conscientes de dónde se hallan en realidad, y el arduo camino que tienen aún por delante. Como también tienen claro que, cuanto más avanzan, profundizan e investigan con actitud introspectiva, menos falta para llegar a su verdadero hogar, que es el próximo destino.

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