EL TRASLADO, 1ª Parte
Cuando la vida se agita porque tiene previsto cambios para ti, nunca imaginas que van a ser tan repentinos, tomándote por sorpresa. Tal y como sucedió el día en que llamaron a mi puerta aquella mañana templada de un día de primavera.
Delante de mí tenía a un joven, que se presentaba como el nuevo copropietario del inmueble, ya que según él, su familia había adquirido todo el bloque. Haciendo especial énfasis en que tenían previstos algunos cambios, es decir, que iban a hacer una renovación completa de las estructuras del edificio.
Primero no supe qué creer. ¿Se trataba de un bromista? ¿Un estafador? ¿Estaba diciendo la verdad? Por lo que me quedé un rato pensando si cerrarle la puerta en las narices. Hasta que el joven, pareciendo adivinar mis intenciones, dijo: Estamos pidiendo a todos los vecinos que comiencen a buscar otro lugar en el que vivir. Luego añadió: Tiene un mes para desalojar la vivienda.
Tal fue la sacudida de la noticia, que no lo invité a pasar pudiendo explicarme con detalle, desde cuando se sabía y por qué no se me había avisado antes. Su aspecto era aceptable, peinado de peluquería y bien vestido con ropas finas que yo no podía permitirme. Su reluciente sonrisa oscilaba entre la satisfacción y la sorna, además de mirar como una hiena a punto de aferrar su presa con las mandíbulas.
Sea como fuere, allí estaba con actitud prepotente, disfrutando con el susto dibujado en mi rostro, dándome a entender que mi estancia había finalizado, al concederme un mes y poco para marcharme. Dejando caer comentarios zafios que analizados entre líneas, informaba que no iban a tolerar ninguna demora.
Tardó poco en mostrar su verdadero rostro de macarra de barrio, lo cual quedó meridianamente claro cuando conocí a su padre. Un sujeto desagradable y agresivo, con un aura que me producía escalofríos. Expresándose con un marcado acento de la Europa del este y el semblante de una persona que encarnaba el mal sin ocultarlo, ni avergonzarse, más bien estaba orgulloso. Adoptaba ese tipo de pose con el pecho inflado, el cuello inclinado hacia un lado y una forma de mirar, que parecía estar pensando si me iba a perdonar la vida.
Días más tarde se confirmaría que estaba en lo cierto, hablando con otro vecino del edificio. Me comentó sin reparos, pero casi susurrando, que era “voz populi” en el vecindario, que los nuevos compradores andaban en asuntos turbios.
Al cerrar la puerta, el mundo se me vino encima, el estómago se me encogió como el puño de un púgil antes de soltar un gancho, produciéndome unas náuseas incontenibles. ¿Quién puede esperar que una noticia de ese calibre te deje indiferente? A lo que habría que sumar sus formas toscas, su intransigencia y una falta de tacto propia de los de su calaña. Desde luego que a mí me dejó temblando, porque esto suponía una inmediata búsqueda desenfrenada de un nuevo hogar, que se ajustara a mi pírrico presupuesto.
No hay duda: allí donde surge la luz, la oscuridad retrocede, pero no desaparece. Acecha en los bordes, agazapada, como si el universo insistiera en recordarnos que todo avance conlleva una resistencia. Esta dualidad no es solo una metáfora, sino el reflejo de un principio fundamental de la física: cuando una fuerza actúa sobre un sistema, surge otra de dirección opuesta, igual en magnitud pero contraria en sentido. Así, el equilibrio no es la ausencia de conflicto, sino el pulso constante entre fuerzas antagónicas. Como en la danza cósmica de materia y antimateria, el universo se sostiene no por la quietud, sino por la tensión dinámica entre opuestos.
La suerte estaba echada, aquel mensaje tan frío, representaba el pistoletazo de salida de un cambio significativo en mi vida. Que pasaba, por dejar atrás lo familiar, lo conocido y lo confortable, por una incertidumbre que iría aumentando con el paso de los días. Hasta alcanzar cuotas insostenibles, que pondrían a prueba de qué pasta estaba hecho y mi capacidad de gestionar múltiples desafíos, sin disponer de los mínimos medios monetarios para llevarlo a cabo.
Asimismo, tendría que empaquetar mis enseres, pasarle una mano de pintura a la cocina, vender algunos muebles y lo más preocupante; el traslado del resto de mis pertenencias. En las que se incluían electrodomésticos, vajillas, cuadros, ropas y toda clase de objetos.
Habría sido deseable contratar una empresa de mudanzas, pero el presupuesto no daba para tanto, a menos que obtuviera algo de efectivo a través de las ventas. Siendo así que, por el momento, el aspecto monetario quedaba suspendido en el aire. A pesar de ser el elemento clave, a sabiendas de que debería adelantar el importe de la fianza del, por ahora, inexistente nuevo apartamento. Monto del que tampoco dispondría, hasta el día en que entregara las llaves de la vivienda actual.
Luego estaba mi viejo vehículo aparcado junto al edificio, necesitado de una reparación demasiado costosa, teniendo en cuenta que estaba en el ocaso de su vida útil. Un agujero sin fondo, con un grave deterioro en su funcionamiento generalizado. En resumen, en semanas tenía que solucionar todos los temas pendientes, sin ninguna o poca ayuda a la vista. Agravado por el enfriamiento progresivo con mi entorno más cercano.
Un coste personal considerable, que no todo el mundo está dispuesto a asumir. Lo que significa evitar cualquier interferencia, y la única forma de hacerlo, es poner distancia de por medio. Como es lógico, no puedes taparle la boca a nadie y forzarlos a ver lo que tú ves, tampoco posees el derecho de obligarlos a aceptar tus renovadas posturas. Cada quien tiene sus momentos y su propio proceso, acorde con su nivel de consciencia y disposición personal.
Lo que significa que, al dejar de dedicarles tiempo y retirarles la atención acostumbrada, te relegan a un segundo plano, hasta que caes en el olvido. Con una sensación por su parte de resentimiento enconado, que emerge en cada encuentro casual o forzado. No perdonan lo que consideran como un acto de traición y una ofensa para su estilo de vida.
En este estado de cosas, el panorama lucía poco alentador; digamos que las piezas estaban sobre el tablero, lo que requería cautela para ejecutar los próximos movimientos. Debía actuar con serenidad si quería evitar el jaque mate. Es decir, bajar los brazos, mostrar debilidad o perder los nervios, que ya de por sí, estaban al filo de la incandescencia con tantos frentes abiertos.
Durante las próximas noches, después de pasar días organizando cajas de cartón, envolver las vajillas en hojas de periódico, hacer correr la voz sobre la venta de muebles y otros objetos y repasar de forma compulsiva todas las páginas web de inmobiliarias. Tuve una cantidad extraordinaria de sueños frenéticos que olvidaba al despertar. Por lo que al levantarme, me sentía como si hubiera estado librando batallas, corriendo maratones o enzarzado en broncas monumentales.
Lo que acentuó mi extenuación, física y mental, al ser incapaz de regenerar mis energías vitales.
La carga de trabajo y tensión, estaba siendo excesiva, los factores emocionales y psicológicos jugaban un papel preponderante, en mi acelerado deterioro general.
Este vaivén nocturno se prolongó por un par de semanas, hasta que una mañana, mientras sacaba los productos de limpieza de debajo del fregadero, un profundo abatimiento se apoderó de mí. Me dejé caer hacia atrás quedando sentado, para luego tumbarme turbado y con un reguero de lágrimas ahogando mis ojos. Acto seguido tomé una honda inhalación, exclamando en un grito sofocado para mis adentros: «No puedo más». Parecido al último aliento de un soldado caído en el campo de batalla, mientras observa en las alturas la apertura de un maravilloso portal de luz, justo antes de entregar su espíritu.
Es difícil explicar qué es lo que me sobrevino. El caso es que en un lenguaje simbólico se interpreta como un acto de rendición absoluto. Mi reacción o más bien mi actitud interna me dejó sorprendido, al añadir: «Basta, me planto». Al mismo tiempo que cerraba los ojos, decidido a permanecer tendido, sin ninguna intención de volver a moverme. Mi humanidad estaba quebrada, sin a penas energía, el sistema nervioso fundido, la mente agotada y sin visos de recibir apoyo, por mínimo que fuera.
Algunos de mis conocidos se apresuraban a hacerme saber lo ocupados que estaban, mientras que otros parecían haber desaparecido de la faz de la Tierra. No sabría decir cuántas veces, a lo largo de los años, escuché la frase: «Aquí estamos para lo que necesites», sin tener necesidad alguna. Pero cuando llega el día en que lo precisas, descubres que estás solo, enfrentando mezquinos intereses que emergen entre la adversidad.
Me atrevería a tachar de triste, cuando alguien se digna a echarte una mano desinteresada y notas que en realidad viene a cerciorarse de lo apurado que estás. Dejando que asome el coste encubierto de la ayuda, al señalar un objeto, preguntando qué vas a hacer con él, dando por sentado que cederás para evitar que se marche.
Soy consciente que tal afirmación puede sonar de entrada algo dura; incluso sería legítimo pensar que lo tenía merecido o que tal vez estaba recogiendo lo que había sembrado. ¡Es posible!
No obstante, tengo que subrayar un matiz, que en estos casos acaba decantando la balanza de un lado u otro. Y es, el grado de necesidad, cuando no puede ser ocultado. Porque si se trata de una cuestión únicamente logística, sin urgencia ni carencia de medios ni de personal, se apunta todo el mundo a la mudanza. ¡Curioso! ¿No es así?
Lo cual me trae ahora recuerdos de años atrás, cuando aún vivía en casa de mis padres. En alguna ocasión les oí comentar con amigos y familiares sobre ese tipo de experiencias, en las que sufrieron los mismos desplantes. Lo que intento explicar es que, la mayoría prefiere ocultar temas polémicos, a pesar de que suceden todo el tiempo.
Así es que, allí, estaba derramando mi alma, al constatar que la puerta de mi viejo mundo se cerraba. Sin ser capaz de adivinar si el nuevo inicio se convertiría en una pesadilla, que me arrastrara por el lodo de la miseria a la vista de todos. Es decir, por falta de medios, no conseguir acceso a una nueva vivienda, que significaría caer en la indigencia. Esas y otras ideas similares, me rondaban por la cabeza, impulsadas por mis infructuosos esfuerzos. Hasta que dije: ¡Basta! Entonces me quedé dormido y…