LA DANZA SAGRADA

LA DANZA SAGRADA

LA DANZA SAGRADA, 1ª Parte

A raíz de la conversación de aquella noche, entendí que mi nueva amiga me iba a ayudar de alguna manera, sin saber exactamente en qué ni como. Tampoco hablamos aquella noche de algo que tuviera que ver conmigo o mi situación personal, solo tocamos temas del voluntariado y del parentesco, pero sin entrar en detalles.

Hasta que un día, en una de las juntas mensuales que se celebraban en la sede, para tratar sobre asuntos que tenían que ver con el funcionamiento y desempeño de nuestras actividades. Al finalizar la reunión, me llamó aparte y me dijo: Aloysius, un grupo de amigos estamos preparando un encuentro y he pensado que a lo mejor te gustaría acudir. ¿De qué tipo de evento se trata? Pregunté queriendo conocer los pormenores. Entonces, Luz hizo un silencio como buscando las palabras adecuadas o tal vez sintiendo mi energía para escogerlas mejor.

Acto seguido, dijo, mirándome a los ojos. Es un retiro espiritual en el que nos reunimos unos cuantos amigos, hacemos yoga, meditamos, pintamos y descansamos. Claro que ninguna de las actividades que se ofrecen es obligatoria, —dijo enseguida—, quien quiere participar en ellas lo hace y los que consideran que no es lo suyo, reposan.

Entonces hizo otro largo silencio al constatar que me había perdido en mis propios pensamientos, mientras asimilaba lo que propuso. Luego añadió, el costo es de cien francos suizos y el lugar está a dos horas de camino desde Zúrich, por lo que tendrías que mirar como llegar.

¿Supone un problema para ti?, quiso saber. No, no lo es, repuse. Solo que nunca he asistido a un retiro y la verdad desconozco como funcionan ese tipo de encuentros.

¡Ah, no te preocupes por eso! Es sencillo, pasamos un fin de semana juntos en una estupenda casa de campo, con tres comidas al día, eso sí, ligeras. Hacemos talleres como ya te he dicho, pintura, danza, Yoga, Tai-chi y entre medias compartimos de manera libre, experiencias o vivencias que hayamos tenido a lo largo de nuestra vida.

En definitiva, pasamos un fin de semana de ole, te aseguro que nunca he conocido a nadie que se quejara. Mientras la escuchaba con atención, trataba de hacerme imágenes en mi mente con poco éxito, ya que en mi memoria no tenía referencias sobre retiros espirituales.

¿Y el costo de mi estancia a quien se lo abono? Pregunté. Cuando llegues, dijo. ¡De acuerdo!, exclamé entusiasmado.

A lo que Luz, esgrimiendo una amplia sonrisa, repuso: ¡Ya verás que bien lo vamos a pasar!

Cuando estaba a menos de un kilómetro de mi destino, me llevé una sorpresa que me dejó conmocionado. No solo significó un saludo de bienvenida, sino también una confirmación de que estaba yendo al lugar correcto a recibir ese “algo”, que esperaba fuera una señal del universo.

La cuestión fue que en los últimos metros tenía que callejear, hasta dar con el camino vecinal que me llevaría al caserón, donde me esperaban, Luz y otras gentes que no conocía.

Pues bien, justo cuando se comenzó a complicar mi llegada por los continuos cambios de sentido y cruces de calles, en uno de ellos, fijé la mirada en los carteles de señalización con la intención de leer el nombre de la vía que debía tomar, entonces sucedió algo inexplicable y a la vez imposible de interpretar en términos humanos.

Porque no fueron ni una ni dos, sino tres veces, en cada uno de los cambios de sentido, donde el panel que me indicaba la dirección se iluminó con una luz que no era de este mundo. Quiero aclarar que no se debió a un reflejo solar, ni a ráfagas de los automóviles que venían detrás, tampoco había ninguna farola encendida, ya que era de mañana.

A lo que yo me refiero es, a un resplandor dorado como de oro fundido. Por una parte, brillaba una especie de marco o anillo por encima del borde del panel de tráfico, y por la otra, las letras se volvieron refulgentes como si fuera el neón de un bar de carretera. Donde lo chocante era que, en cada uno de los cruces de calles en los que paré, los únicos indicadores que centellearon fueron aquellos que señalaban la dirección hacia mi destino.

Quiero decir con esto que el resto de paneles que había por encima y por debajo permanecieron inalterados. «Increíble, pero cierto». El hecho de que se repitiera hasta en tres ocasiones distintas, lo hacía incuestionable, aunque mi cerebro en esos momentos, asediado por la incredulidad, echase humo como una olla a presión y mi corazón estuviese a punto de explotar de la alegría.

Una vez alcanzado mi destino, aparqué en la explanada que estaba a unos veinte y tantos metros del caserón; donde permanecí algunos minutos sentado en el interior de mi automóvil. Atónito aún por lo que acababa de ocurrir y asaltado por un torrente de pensamientos que proyectaban las imágenes de cada cruce en los que hice alto, con el oportuno indicador brillando.

Desde luego que era uno de esos episodios solo aptos para relatar en un libro, cualquier otra forma de compartirlo, chocaría de inmediato con la incredulidad de cualquiera que no haya pasado antes por una experiencia de esas características.

Digamos que sería una imprudencia airear determinados guiños del universo, porque es fácil despertar suspicacias en otros que se sienten desafiados o marginados, si su experiencia vital carece de episodios similares. No obstante, la cautela no estaba entre mis virtudes, cuando se trataba de las personas a las que tenía aprecio y además estaba falto de la experiencia necesaria para comprender que a veces es mejor guardar silencio.

Al acceder al interior de la casona me recibió una mujer de mediana edad, que quiso saber si venía con el grupo de Zúrich, a lo que respondí que sí. Le pregunté si había llegado Luz, su respuesta fue de lo más escueta, sin mediar palabra me señaló con su dedo índice el camino que debía seguir.

Entonces me acerqué y dando los buenos días, pregunté si necesitaba ayuda. A lo que Luz, devolviéndome el saludo, dijo. ¡Ya estás aquí! Has encontrado bien el sitio, por lo que veo.

Sí, respondí, y acto seguido repuse: «Es que he recibido una ayuda peculiar».

¿Ah si?, añadió ella, dando pie a que le desvelase que tipo de asistencia especial había sido.

Por lo que sin pensarlo dos veces, respondí movido por un impulso irrefrenable, para que hablase de lo sucedido con pelos y señales, mientras llevábamos los paquetes de un lado al otro.

Luz, con un gesto en su rostro que oscilaba entre el asombro y la incredulidad, me escuchaba con atención, pero absteniéndose de juzgar en cualquier sentido. Tal vez porque de las veces que conversamos desde que nos conocimos, nunca había mencionado ni un solo detalle sobre mi experiencia con las esferas internas o cualquier otro pormenor que tuviera que ver con mi vida privada, y esta declaración mía la tomara desprevenida.

O sea, que aquello que estaba exponiendo no era un chascarrillo sin más, sino una confesión tajante. También puede ser que su mutismo se debiera a la idoneidad del espacio en el que nos encontrábamos, donde sería habitual escuchar historias fuera del marco de lo convencional. Sin embargo, mis sospechas me inducían a pensar que su discreción se debía a un popurrí de factores, por los que ella decidiría inclinar la balanza hacia la práctica de la escucha activa, sin decir ni sí ni no ni lo contrario.

Sin duda demostraba su saber estar como mujer madura y culta, a la vez que aplicaba sus conocimientos de psicología.

De todas formas, poner en duda una experiencia trascendental en un entorno como aquel, sería ir en contra del relato y de lo que se busca al acudir a ese tipo de lugares; donde se supone que estás a salvo de prejuicios tan habituales en el mundo ordinario.

Luego estaba su parte humana, esa que todos poseemos y que tiende a negar o desconfiar de una vivencia que no se ha experimentado en primera persona. Lo que provocó que al final de mi atropellada narración, dijera, con una mueca dibujada en el semblante: ¡Mira tú!, a veces la ayuda viene por donde uno menos se lo espera.

Mientras lo expresaba, era como si su misma afirmación la sorprendiera, por chocar de frente con la porción de incredulidad que a pesar de sus esfuerzos infructuosos se afanaba en camuflar.

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