LA DANZA SAGRADA, 2ª Parte
Eran las diez de la mañana en punto, cuando nos dieron la bienvenida con una charla de unos veinte minutos, tiempo en el que se presentaron las cuatro mujeres que harían de maestras en las actividades previstas en el programa de fin de semana.
Tengo que reconocer que estaba encantado con lo que oía, pero sobre todo con el ambiente que respiraba en aquel lugar. Donde la tensión inicial, fruto de la expectación, se fue disolviendo con la silenciosa contribución del humo de los inciensos emplazados en las cuatro esquinas, que fueron impregnando de fragancias la sala de conferencias.
Tras finalizar la charla de bienvenida fuimos invitados a realizar un paseo por las instalaciones, donde nos explicaron las reglas de convivencia en el espacio de recreo, la biblioteca, las habitaciones, las duchas y la cocina. Sitio en el que hicimos un alto, para conocer su funcionamiento general, los horarios de apertura, la separación de residuos en sus correspondientes contenedores, al igual que la cubertería y la vajilla después de ser usadas.
Luego estaba el mostrador, —a modo de isla—, con zumos, infusiones, café, té, —y en un costado—, se erguía un formidable depósito de cobre que contenía agua de unas propiedades curativas asombrosas, según la medicina ayurvédica.
A medida que nos explicaban las peculiaridades se me debió poner la cara de pánfilo que yo había visto en Jaime cuando lo visité en Madrid, ya que Luz me lanzó una mirada de lo más divertida.
Después nos condujeron a la zona exterior, o sea, el área del jardín, donde nos pidieron que nos descalzásemos y acto seguido, comenzamos con unos ejercicios ligeros de Tai-chi que me cautivaron, por la fluidez y la armonía que acompañaba a cada uno de los movimientos.
Nunca se me había pasado por la cabeza, que ejecutar ejercicios de esa naturaleza tuviese que ver con la espiritualidad o con la elevación de la consciencia.
Para mí, ignorante aún en ese tipo de cuestiones, tenía que ver con técnicas de lucha, como el karate o el Kung-Fu, pero en ningún caso para conectarme con mi centro interior.
El hecho de que lo practicáramos en grupo, añadía un encanto mayor a la disciplina, a pesar de que era complicado mantener el ritmo sin perder el equilibrio.
Tras media hora de prácticas se notaba un ambiente energizado, la excitación inicial se había evaporado por completo. Sin duda, el incienso primero y después los ejercicios de Tai-chi en la zona verde, contribuyeron a serenar los corazones y las mentes de todos los participantes.
Nada más finalizar, nos sugirieron que nos calzásemos de nuevo, porque deseaban darnos una sorpresa que se encontraba al otro lado de los setos.
En efecto, al atravesar una puerta metálica, incrustada en uno de los laterales de la verja cubierta por frondosos arbustos. Fuimos a dar con otro terreno cercado que también pertenecía a la finca.
En uno de los sectores estaba la zona habilitada para acoger tipis y tiendas de campaña colocadas en círculo, como si se tratara de un campamento de los indios Sioux o Cheyenne.
Otra área de la finca estaba reservada para el invernadero y los semilleros colocados alrededor.
Tras ser invitados a entrar, me quedé perplejo viendo la cantidad y variedad de plantas y flores que tenían allí dentro. Momento en el que parecí sucumbir ante el hechizo de aquel abanico de colores, formas y fragancias que lo impregnaban todo.
Por primera vez en mi vida estaba observando con los ojos del corazón la belleza de la naturaleza, embelesado con su arquitectura, sus proporciones y sus tonalidades que me parecían espectaculares.
También nos explicaron que desde hacía un par de décadas practicaban la permacultura y que los resultados de su labor los veríamos a medio día sobre los platos, aunque una parte de su cosecha nos la mostrarían “in situ”.
Ya que al fondo del invernadero, a ambos lados de la puerta trasera, tenían estanterías de madera con múltiples baldas, divididas a su vez en apartados etiquetados, repletos de botellas y tarros de cristal con adhesivos, según el género de los aceites esenciales que tenían a la venta por un módico precio.
Lavanda, Abeto Negro, Menta Piperita, Árnica, Tomillo, Hipérico y Rosa de los Alpes, son algunas de las que puedo recordar ahora de una lista interminable. Dado que también tenían aceites mezclados con varias esencias, o sea, diferentes flores y hiervas, para según que dolencias.
Una vez fuera del invernadero se nos informó que a las doce en punto nos veríamos en el comedor.
Por fin, sonó un gong hasta tres veces seguidas, con cortos intervalos entre ellas, que según comentó alguien que tenía a mi lado, era la señal que indicaba que la comida estaba lista.
Al parecer debíamos colocarnos en una fila que comenzaba en el marco de la puerta de la cocina. Siempre me fascinó la capacidad logística que se despliega en lugares con una gran afluencia de gente, como bares, restaurantes y hoteles, es admirable la manera que tiene el personal de gestionarlos.
En el Spirituelle Zentrum, sin embargo, era de un nivel superior, en cada estantería, mesa o armario estaba todo dispuesto y etiquetado de tal manera que parecía un museo de arqueología.
Donde encontrabas carteles y adhesivos explicativos que indicaban el cómo y el para qué de cada cosa. De forma que leyendo sus descripciones, estabas en disposición de mantener el orden grupal, sin tener que preguntar o ser advertido por infringir las reglas.
Cuando Luz, —días atrás—, me comentó que las comidas iban a ser ligeras, sabía muy bien de que hablaba. Los platos calientes estaban compuestos de vegetales en su mayoría.
Tras la comida, cuando nos levantamos de las mesas para salir al jardín, advertí una sucesión de sonidos armónicos que cambiaban de nota y se entremezclaban produciendo una especie de ecos reverberantes que invadían todo el espacio.
Aquella música venía del salón, por lo que corrimos a ver qué era, entonces nos quedamos pasmados al constatar que del otro lado estaban un hombre y una mujer sentados delante de una docena de recipientes de gran envergadura, que tenían un cierto parecido con los morteros que en el pasado se utilizaban en cocina para machacar ajos.
Solo que estos tenían un tamaño superlativo y eran de un material blanquecino de origen mineral.
Esta vez no quería quedar como un panoli haciendo preguntas ingenuas, así que miré a Luz, esgrimiendo un gesto de interrogación y apuntando con el dedo índice hacia delante. Entonces se acercó a mi oreja para susurrarme que eran cuencos de cuarzo, a lo que respondí asintiendo y dándole a entender que era fabuloso, sacudiendo la mano.
A decir verdad, los sonidos que producían eran hipnóticos, percutiendo y rozando los bordes con movimientos circulares por medio de una estaca de madera con la punta de piedra.
Cuando nos acomodamos en el suelo, Luz me aclaró que el palo se llamaba batidor de cuarzo.
Aquel concierto instrumental, calculo que duró unos quince o veinte minutos, ya que era complicado saber el tiempo que había trascurrido desde el inicio.
En ciertos momentos, el cuerpo y la mente taladrados por aquellas estupendas armonías, parecían desconectarse de la realidad, era como acceder a un estado de vacío.
Nada más finalizar se produjo un aplauso atronador que tardó en arrancar, como si la mayoría nos hubiésemos quedado colgados entre dimensiones y no encontrásemos el camino de vuelta.
El día pasó volando al estar enfrascados en un extenso programa de actividades como el yoga, pintar Mandalas y meditación.