SE ABRE LA CÚPULA, 2ª PARTE
Ponerme en pie. Sin vacilar, di un salto ágil, como cabra montesa, con el corazón acelerado, latiendo desbocado.
«¡Calma…, calma…, despacio!», me susurró. La ansiedad no tenía lugar. Era hora de acogerme a una entrega total. ¡Eso era todo!
De pie, comencé a moverme de un lado a otro en un vaivén instintivo, como una antena buscando sintonizar una señal. Mis pensamientos me convencían de que estaba conectándome con algo inmenso, mayor que yo.
No sé si fue por mi destreza o si simplemente ocurrió. El caso es que, detenido junto a la pared, sentí la urgencia de quedarme inmóvil. Una atmósfera indescriptible me envolvió. Sin dejar de estar presente en mi cuerpo, en mi habitación, con los muebles en su lugar, una sensación expansiva comenzó a apoderarse de mí. No como en la ocasión anterior; este proceso era distinto, más sutil, como una esfera delicada que abarcaba la dimensión mental.
Flexioné las rodillas y me dejé deslizar, con la certeza de que una fuerza superior, aunque no ajena a mí, guiaba mis movimientos. Mi espalda rozó la pared hasta llegar al suelo, donde quedé sentado en una postura de loto improvisada.
De inmediato, un calor intenso se extendió por la coronilla. Era como un torrente de lava fluyendo sin contención. Sentí cómo diminutos puntos en mi cuero cabelludo se abrían, liberando ráfagas de energía sobrante. Cosquillas y pinchazos crecían, trazando formas geométricas o quizás símbolos imprecisos: espirales o un río tumultuoso. ¡Qué locura!
Las alarmas se encendieron otra vez. Mi estado general era estable, pero mi cabeza parecía estar dentro de un horno. El ardor en la parte superior era tan fuerte que temí que se me quemara el pelo o, peor, que mi cerebro se abrasara.
«¿Qué está pasando?», gruñí para mis adentros. «¡Por Dios, voy a detener este disparate!»
Entonces, en un giro expansivo desde el centro hacia afuera, la cima de mi cráneo se abrió. «¡Dios, me muero!», exclamé aterrado. En un instante, la parte superior de mi cabeza pareció disolverse, fusionándose con el entorno. Es complejo describirlo. El cráneo dejó de sentirse sólido; su bóveda se desplegó como el techo retráctil de un estadio moderno. No sabría decir si el universo me invadió o si mi mente se sumergió en el cosmos.
De cualquier modo, todo lo ligado a mi identidad terrenal —pensamientos, emociones, mi limitada visión de lo real— se desvaneció, dejándome…
Lanzado otra vez a un viaje hacia las profundidades de mi esencia. Sin brújula, mapa ni guía. Solo un impulso valiente me empujaba a cruzar el umbral, sin retroceder ante los riesgos ni tener certeza de un regreso a la normalidad de mi hogar. Podría quedar atrapado en un vacío mental que me incapacitara para retomar mi vida diaria.
Si antes hubiera conocido las escrituras hindúes, que detallan los siete chakras principales a lo largo de la columna y los numerosos secundarios distribuidos por el organismo —vórtices que canalizan la energía vital y vinculan con la lucidez universal—, o los nadis principales (Ida, Pingala y Sushumna) y sus miles de ramificaciones, tal vez habría estado más preparado. Pero, reflexionándolo, esa comprensión habría sido mera teoría.
Aquí, el proceso se vivía de forma auténtica, lo que lo hacía más poderoso, a mi juicio. De lo contrario, corría el riesgo de perderme en conceptos abstractos que me alejaran de la verdad que vivía directamente.
Ni qué decir de los términos en sánscrito, impronunciables para un occidental, o los conceptos impregnados de la rica tradición hindú, con su cosmogonía compleja y un panteón de dioses entrelazados en múltiples facetas divinas. Un auténtico acertijo.