SE ABRE LA CÚPULA

SE ABRE LA CÚPULA

SE ABRE LA CÚPULA, 1ª PARTE

Se acercaba el verano, sigiloso y cambiante, como era habitual por aquellas latitudes. Era domingo por la tarde; el cielo gris palidecía con nubarrones amenazantes que lo invadían, mientras el atardecer agotaba sus últimos destellos. Sentado en la cocina después de cenar, pasaba el tiempo observando por la ventana que daba a la carretera frente a mi casa. Absorto en pensamientos difusos, sin más propósito que constatar las horas finales del fin de semana que languidecían.

Desde la primera vivencia trascendental, los cambios internos que sentía sepultaban, uno tras otro, los restos de mi antiguo «yo». Las capas superfluas se desprendían como hojas secas. Aquel suceso había actuado como disparador de un asombroso viaje interior al que no supe, ni quise, ni pude oponerme.

Una odisea que, de forma imperceptible para los ojos comunes, fue apartando de mi vida a mis viejos compañeros, mis hábitos nocivos, mis rarezas y mi excesiva necedad. A la par, se afianzaba un inevitable alejamiento de mis seres cercanos. Esa era la parte más dura. No por mi voluntad ni la suya; sin embargo, nos volvimos incompatibles, como el agua y el aceite.

Mi entorno se transformaba en una reclusión monástica autoinfligida, adaptada a un contexto social sofisticado y vibrante, enclavado en el corazón de Europa. La agitación febril de años pasados —fiestas, viajes, tropiezos, desmesuras y una vida social rica en matices, pero pobre en costumbres sanas— se había desvanecido por completo.

Ese proceso se desplegaba en medio del torbellino cotidiano que me rodeaba sin rozarme. Apenas unos meses atrás, algo así me habría parecido inconcebible. Ahora, lo aceptaba como natural, guiado únicamente por una voz interna. Asumía esa certeza como inevitable, aunque no siempre lo lograba sin esfuerzo, cayendo a menudo en la desazón. Nadie me había entregado un manual con los pasos a seguir ni consejos para mejorar mi situación personal, que estaba en un estado deplorable.

Por otro lado, un silencio profundo dominaba cada aspecto de mi existencia. Era una condición esencial para mantenerme enfocado, evitando así interferencias ajenas que perturbaran mi frágil equilibrio existencial. Compartir con otros aquellos episodios místicos habría sido imprudente. Carecía de la habilidad para gestionar los ritmos e integrar esas vivencias sin que resultaran evidentes.

Unas semanas antes, intenté abrirme con mi círculo familiar más próximo, mencionando algunos detalles sin entrar en profundidad. No salió como esperaba; el desenlace fue sorpresivo. La perplejidad en sus rostros era tan clara que no necesité continuar. Además, su rechazo resultaba comprensible. Si alguien me hubiera relatado algo así meses atrás, seguramente no lo habría tomado en serio.

Quienes me apreciaban no contaban con la comprensión necesaria para lidiar con tales asuntos. Revelar abiertamente ciertas verdades profundas podía desatar pánico en ellos. ¿Quién sabe? Tal vez habrían recurrido a autoridades sanitarias o judiciales, o habrían organizado un frente común con amigos, vecinos y parientes para confrontarme y «quitarme esas ideas» de la cabeza, alegando que sería por mi bienestar o con cualquier excusa absurda. Ningún razonamiento suyo se ajustaría a la verdad que vivía. Un relato más detallado habría tenido un impacto demasiado fuerte en ellos.

Para resumir, ese estado de recogimiento espiritual naciente no admitía intromisiones de ningún tipo. Mi nueva mentalidad ahuyentaba a cualquiera de costumbres relajadas. Ahora mostraba rasgos definidos: una postura clara entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la libertad y la opresión, la lucidez y la inconsciencia. Una claridad ausente durante toda mi vida hasta que lo inevitable ocurrió y lo insoluble se manifestó, más allá de la lógica humana.

Eso que ahora me hacía irreconocible a sus ojos era una fuerza poderosa que me impulsaba: firmeza, integridad, sinceridad, un rechazo absoluto a los rumores, las artimañas, las luchas del ego y toda forma de maldad. Virtudes que aún no manejaba con la maestría necesaria. Dominarlas me tomaría años. A veces pienso que incluso hoy…

No es que mis conocidos se exasperaran por verme convertido en un ser querido que deliraba, fingiendo una santidad forzada. Más bien, para ellos, me había vuelto extraño y esquivo. Mi presencia los incomodaba tanto que preferían evitarme. De vez en cuando, me arrojaban un anzuelo, esperando que retomara mis viejos caminos. Ignoraban que ese «yo» no regresaría jamás; había desaparecido.

Mis negativas constantes eran interpretadas cada cual a su manera. Ni yo mismo comprendía del todo aquel fenómeno. En otras palabras, sus juicios no solían ser compasivos ni hostiles hacia la transformación que atravesaba en silencio.

Sé que puede sonar a cliché usado, pero estaba dejando atrás la piel de oruga para convertirme en mariposa. Ninguno me lo reprochó abiertamente, aunque percibía su desaprobación cargada de desconfianza.

¿Qué haces cuando empiezas a percibir lo que otros no ven y a captar lo que para ellos es inaudible? Las sutilezas que comenzaba a detectar eran abrumadoras desde el inicio. Interpretaba el entorno de formas tan inesperadas y delicadas que se volvía un suplicio.

Elevar mi nivel de percepción me desgarraba por dentro. No se puede construir algo sólido sobre ruinas. Sin embargo, para mi entorno, aceptar que alguien a quien creían conocer se volviera irreconocible era un desafío. «¿Cómo es posible que uno de nosotros, tan entregado a los placeres terrenales, se torne ahora tan refinado? ¿Quién se cree que es?»

De vuelta en la cocina con mis reflexiones, ocurrió otra vez. Una vez más, me tomó desprevenido: el segundo paso en el sendero del despertar. Aquella voz interna se manifestó como un susurro en la oquedad de una cueva, indicándome que fuera al dormitorio. Obedecí con una sumisión asombrosa. «¿Qué será ahora?», me preguntaba, tejiendo conjeturas. Un velo de calma caía sobre mí como una tela de seda, mientras lidiaba con conflictos internos ante la ausencia de respuestas a mis crecientes dudas.

Me levanté y caminé hacia el dormitorio, dispuesto a sumergirme en la locura del despertar. «La práctica previa es clave», me dije para infundirme ánimo. Para empezar, me tendí sobre la cama, aguardando algo indefinido. Solo había paz; nada más. «¡No lo entiendo!» El pánico mental se desató otra vez, con la misma pregunta insistente: «¿Estaré perdiendo la cordura? ¡Maldita sea, no puedo continuar así!» Entonces, justo antes de descontrolarme, sin un sonido audible ni una voz clara en mi mente, mi intuición, con un tono maternal, me indicó que debía…

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