VISITANTES ILUSTRES, 1ª PARTE
Alrededor de mediodía, Jonás, Armando y yo resolvimos que era hora de levantarnos y abandonar tanto parloteo inútil. En medio de nuestra extensa charla, hubo instantes en que estallamos en carcajadas. El hambre nos rugía en el estómago con fuerza. Propuse entonces que buscáramos un lugar cercano para comer. Antes de que pudiera sugerir algo concreto, mis dos compañeros se anticiparon al unísono:
—Vamos a una pizzería que está a un par de calles de aquí.
—¿Es buena? —indagué.
—Sí —respondió Jonás—, aunque…
—¿Qué pasa? —repliqué, algo desconcertado por el enigma que teñía las palabras de mi amigo.
—Es que… ¿Tú también? —recriminé a Armando.
—Verás, la pizza que sirven es exquisita, pero los sujetos que gestionan el sitio son algo extraños. ¿No es así, Jonás? —preguntó Armando, buscando su respaldo.
—Exacto —confirmó este.
—¿Me podéis decir qué os ocurre? Parece que estuviéramos en un interrogatorio policial. ¿Por qué tanto misterio? ¿Tan grave es? —insistí.
—Sí —afirmó Jonás—. Es que… son realmente singulares. Ya lo comprobarás —añadió Armando.
—Os estáis burlando de mí —repliqué—. Queréis divertiros y habéis conspirado para reír a mi costa, ¿verdad?
—No —contestaron al mismo tiempo.
Mientras avanzábamos hacia el local, reflexionaba sobre cuánto habría de cierto en lo que habían insistido con tanta vehemencia. La idea de su rareza resonaba en mi cabeza. Intrigado, deseaba entender, así que les presioné:
—A ver, chicos, ¿podéis contarme qué os pasó en esa pizzería para que penséis así de los dueños?
—Déjalo estar —respondió uno de ellos—. Ya hemos llegado, mira al otro lado de la calle.
—¿Es esa? —quise confirmar.
—Sí —dijo sin más detalles.
En ese instante, una sensación de tensión se apoderó de mí. ¿Intuición, tal vez? ¿Una respuesta instintiva? ¿O quizás una advertencia de lo que estaba por venir? Sin embargo, no tenía la menor idea de qué podría ser. Después de todo, ¿qué había de asombroso en un establecimiento regentado por personas pintorescas? «Están exagerando», murmuré para mí mismo. «Seguro que la última vez se portaron regular y los propietarios los llamaron al orden»
Al cruzar el umbral, una mujer de mediana edad nos recibió. Calculé que tendría unos cuarenta y pocos años. Su manera de saludarnos me dejó atónito. La calidez de su voz me llegó al corazón. No eran tanto las frases que empleó —una forma cortés habitual para darnos la bienvenida—, sino la cadencia de su tono, o mejor dicho, las pausas entre cada inflexión, lo que me impactó profundamente.
Era como interpretar entre líneas, pero en este caso, se trataba de escuchar los silencios entre locuciones. En ese breve diálogo capté una energía sutil y hermosa que envolvía sus palabras. Esta ablandó de inmediato la rígida armadura que solía exhibir en lugares públicos.
Sin ignorar a mis compañeros, ella me eligió como el portavoz. Así, la formalidad del recibimiento recayó sobre mí.
Aquel intercambio fugaz desencadenó en mí una transformación sorprendente. Por un lado, descarté como falsa la opinión insidiosa de mis amigos, que los ponía en evidencia. Nada en esas personas que nos recibían coincidía con su descripción. Al contrario, todo apuntaba a lo opuesto.
Por otro lado, su gentileza me inspiró a responder con refinamiento, mientras mi postura corporal empezaba a proyectar señorío y elegancia. Al darme cuenta de ello, no pude evitar sonreírme por dentro.
Su trato, refinado, sutil y casi familiar —aunque manteniendo una distancia respetuosa—, no se parecía al tono habitual de una camarera corriente, ni cruzaba los límites de la profesionalidad. ¿Cómo describirlo con términos simples?
Con un gesto encantador de la mano, nos indicó que tomáramos asiento. Mientras nos mirábamos para elegir una mesa, giré la vista hacia ella. Antes de que pudiera decir algo, exclamó:
—Sentaos donde prefiráis —anticipándose a mis pensamientos.
Presentía algo especial flotando en el ambiente. Dentro del local se respiraba una atmósfera ligera y serena. No hallaba una justificación lógica para ello, pero para mí era una certeza absoluta. Mi curiosidad crecía poco a poco, aunque nada extraordinario ocurría, salvo las divagaciones que se agolpaban en mi mente con cada segundo que pasaba.
Optamos por la mesa central, al fondo junto a la pared, y nos acomodamos. Yo quedé de espaldas al muro, con una vista completa del lugar. Armando se sentó frente a mí y Jonás a mi derecha. La mujer, que observaba nuestros movimientos con atención, se acercó con los menús en mano al vernos acoplados. Al dejarlos sobre la mesa, quiso saber si deseábamos una ensalada de entrada, a lo que asentimos con un breve «sí».
Luego, fijando sus ojos en los míos, inquirió si queríamos vino con la comida. Asentí, asumiendo que mis amigos lo aprobaban. Al retirarse, volvió a mirarme con intensidad, asegurando que traería pronto las ensaladas y el vino. «Esto no es casualidad», pensé.
Sus ojos desprendían cercanía, afecto y respeto, aunque era una desconocida para mí. Resultaba difícil expresar cómo lo percibía con tanta nitidez, sobre todo porque ella parecía captar mis pensamientos errantes.
En un par de ocasiones, al cruzar nuestras miradas, me pareció que mi desconcierto le resultaba divertido. De algún modo, poseía un conocimiento que yo no alcanzaba a comprender. Pero ¿qué sabía ella que yo ignoraba?
Decidí dejar de lado mis reflexiones y atender la conversación de mis compañeros. Nada relevante: discutían sobre un viaje en moto a algún sitio impreciso. La conversación se interrumpió cuando la mujer regresó con las ensaladas listas. Se giró, prometiendo traer el vino de inmediato.
Cumplió al pie de la letra. Luego preguntó quién decantaría el vino para aprobarlo. Pedí a Armando que lo hiciera, y Jonás asintió en conformidad. Tras brindar, nos abalanzamos sobre las ensaladas como fieras hambrientas. La necesidad de comer era urgente.
Al llevarme el tenedor a la boca, los primeros bocados me dejaron maravillado por el sabor tan excepcional de aquella ensalada. Me pregunté cómo algo tan básico —lechuga, cebolla, tomate, aceitunas y zanahoria rallada— podía ser tan delicioso. Juraría que los ingredientes acababan de salir de un huerto. Lo mismo ocurrió con el vino: un tinto corriente, sin pretensiones, pero con un gusto que superaba cualquier expectativa. El paladar no miente: o es exquisito o no lo es.
De pronto, vi a la mujer dar un breve sprint desde la barra hasta la entrada. Su postura reflejaba urgencia, alegría y deferencia al saludar a los nuevos clientes que atravesaban el umbral. En ese instante, el tenedor se me escapó de las manos, rebotando varias veces contra el plato, lo que me hizo sentir torpe y avergonzado.
Alcé la vista para identificar a los recién llegados. Al verlos, pensé: «Esto no puede estar ocurriendo», quedándome paralizado. Jonás me sacó de ese trance con una sonrisa burlona:
—¿Qué, ya te está afectando el vino?
—No —respondí secamente, sin despegar los ojos de la puerta. Añadí—: Solo he tomado un par de sorbos, no exageres. Quería cerrar el tema y concentrarme en lo que sucedía frente a mí.
Al volver a fijarme en esas tres figuras que acababan de entrar, dejé escapar un suspiro, abriendo los ojos de par en par. «¡Dios mío!», exclamé en mi interior. La sirvienta se desvivía en gestos de cortesía hacia ellos, quienes, sin mirarme directamente, me hacían sentir el centro de su interés. Parecía que susurraban sobre mí entre ellos. ¿Por qué? No los conocía en absoluto. ¡Qué raro! Todo se volvía cada vez más enigmático.
De aquel trío, todos de unos setenta y pocos años, la dama acompañada por dos hombres me dejó fascinado. Vestía un traje de cola con tonos que jugaban entre el azul turquesa, el celeste y varias gamas de verde; su corte y confección lo hacían deslumbrante. No, más que eso: era prodigioso, en el sentido más literal.
Aparentaba ser una pieza de alta costura reminiscente de los atuendos de gala medievales, pero elevada a otro nivel, imposible de describir con precisión. Sin excesos ni adornos ostentosos, combinaba telas delicadas con diseños magníficos y una elegancia insuperable que parecía fuera de lugar en este mundo.
A ello se sumaba la presencia majestuosa de la mujer que lo portaba. Nunca había visto a alguien de su edad tan distinguida y bella. Su porte imponente, con una melena plateada que caía hasta la mitad de su espalda, emanaba una fuerza que inspiraba respeto y asombro a distancia. Parecía sacada de un relato fantástico o una cinta de época. Los caballeros a su lado, en cambio, llevaban ropa más discreta: pantalones de pinzas y camisas blancas, algo más terrenal.
En cierto instante, se volvieron hacia su mesa y, de pronto, en un movimiento perfectamente coordinado, los tres dirigieron sus ojos hacia mí, buscando un contacto directo. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí un estremecimiento que me dejó aturdido por unos segundos. Al notar mi reacción, desviaron la vista al unísono con igual precisión y se sentaron.
Su forma de moverse era extraña, aunque no había nada visualmente anormal. El trayecto desde la entrada hasta su mesa desafiaba las leyes físicas habituales. Era como si flotaran, libres de la gravedad. Un enigma, porque aunque los veía caminar, sentía que se deslizaban por el aire del restaurante. Otro detalle curioso: la camarera se apresuró a apartar la silla de la dama para que tomara asiento.
Presenciar aquella escena tan asombrosa superaba mi capacidad de procesarla. Era un torbellino de información tan ajeno al entorno que no salía de mi estupefacción, olvidándome por completo de mis acompañantes.
Volví mi atención a nuestra mesa. Quise comprobar si ellos habían notado algo. No. Su único interés era engullir la comida frente a ellos. Y lo curioso era que…