VISITANTES ILUSTRES, 2ª PARTE
Aunque uno estaba sentado frente a mí y el otro a mi derecha, era como si no me percibieran o me ignoraran. Cuando los observaba, los veía distantes, ausentes, difuminados. Como si existieran en otra dimensión, a pesar de compartir el mismo espacio desde nuestra llegada.
Jonás, mientras terminaba su plato, alzaba la vista con más frecuencia, explorando el entorno sin fijarse en nada específico. Hasta que me miró y comentó:
—Hostia, ahí sentado pareces un rey.
Me hizo gracia, porque tenía algo de razón. Había extendido los brazos a ambos lados, descansándolos sobre el respaldo del sillón donde estaba.
Con el estómago saciado y el leve rubor del vino en mis mejillas, respondí a su intento de charla con una cita que recordaba de un libro, planteándola como pregunta:
—¿Sabes, Jonás, qué debes hacer primero si quieres ser un rey?
—No —dijo tras unos segundos de pausa.
No sabría decir si fue una reflexión o un esfuerzo por aclarar sus ideas, nubladas por el aroma de aquel caldo de uva. Al no lograrlo, desistió. Con una expresión de burla, le contesté:
—Pues si aspiras a ser rey, lo primero que tienes que hacer es, parecer uno.
Jonás se quedó inmóvil, con expresión de desconcierto, sin emitir sonido alguno. Armando, en cambio, alzó la cabeza, miró a Jonás, luego a mí, y soltó una risotada a la que me sumé por puro contagio.
No esperaba que, desde la mesa junto al ventanal, donde estaban los distinguidos visitantes, captaran mi ironía y respondieran con una tenue sonrisa. Habría sido normal si compartiéramos idioma, pero yo hablaba en español en un país germano parlante. Sin duda, disfrutaban la escena tanto como yo. Disimularon al instante al notar que los escrutaba como un radar. Quizás mi curiosidad resultaba demasiado evidente, o tal vez había otro motivo que aún no comprendía.
No podía evitar dirigir la vista hacia ellos. Hasta que algo me dejó nuevamente boquiabierto. Es de esas cosas que, si no las ves, cuesta imaginarlas. No era un espectáculo espectral en un lugar remoto, sino algo que sucedía en una pizzería común, en pleno corazón de la ciudad. Observarlo con escepticismo era inevitable: las imágenes parecían no encajar en esta realidad, aunque formaban parte de ella.
Otro zarandeo mental comenzó. La mujer corrió hacia la puerta otra vez, con un lenguaje corporal que sugería recibir a familiares queridos. Desde lejos, percibí un murmullo entre los nuevos clientes, y no pude evitar sentirme el foco de sus susurros. Eso me generaba emociones contradictorias.
Me sentía especial, pero también incómodo, porque desconocía quiénes eran en relación conmigo, aunque ellos parecían saberlo bien y no estaban dispuestos a revelarlo. Este nuevo grupo evitaba mirarme directamente. Hubo alguna ojeada fugaz, e incluso intenté provocar un contacto visual, observándolos sin reparo, como gritando con los ojos: «¡Aquí estoy!», pero no lo conseguí.
Tras preguntarme repetidamente por qué rehuían mis ojos y cualquier interacción, llegué a una hipótesis intrigante. En un plano filosófico o espiritual, podría relacionarse con mi libre albedrío y su rechazo a influir en él.
Un cruce de miradas no lo alteraría, pero podría desencadenar algo más, y entonces todo se saldría de control. No era descabellado imaginarlo, pues yo no dudaría en reaccionar si se presentaba la oportunidad, por insignificante que fuera.
Pero eso no fue todo. Apenas se sentaron cerca de la entrada, el local se llenó en un abrir y cerrar de ojos. Una oleada de personas cruzó la puerta en tiempo récord, grupos de tres o cuatro que ocuparon las mesas al instante.
Lo fascinante era que, a medida que aumentaba el número de recién llegados, el ambiente se volvía más irreal. Cada grupo aparentaba no conocer a los demás, pero cuanto más llegaban, más evidente era que compartían un vínculo —un gremio, una familia, algo indefinible—. Yo lo captaba con absoluta claridad.
Era un indicio de pertenencia, no ligado a rasgos físicos, sino a algo intangible, como una esencia que flotaba a su alrededor. Tal vez comparable a un rebaño de ovejas: cada una diferente, pero unidas por una identidad común, inconfundible.
Estaba maravillado por lo fácil que era notarlo y lo complejo que resultaba explicarlo. ¿Qué era aquel montaje? Tanta gente implicada que parecía conocerme. Y, por supuesto, faltaba el toque final que confirmaría que al menos uno sabía quién era yo.
Antes de eso, mis compañeros me arrancaron de mis pensamientos, no con palabras, sino con sus movimientos. Giraban de manera compulsiva el cuello de un lado a otro, sorprendidos por la multitud que había invadido el restaurante, saliendo de un aparente letargo. Mi sonrisa amplia al ver su confusión los desconcertaba aún más, dejándolos mudos.
Por primera vez desde que entramos, prestaban atención a algo más allá de sus platos. Sus rostros, girando sin cesar, reflejaban incomodidad. La actitud jactanciosa de antes había desaparecido.
Yo intentaba discernir si su asombro venía solo del número de personas o si había algo más. Ninguno habló al respecto, pero ambos, quizás por curiosidad, se mantuvieron atentos a mí sin perderme de vista.
Eso abrió la puerta al clímax de aquel encuentro excepcional, que se concretó en un gesto que me emocionó y me dejó reflexivo. Armando lo percibió al mismo tiempo, aunque guardó silencio.
En la mesa más próxima, entre cuatro personas, un caballero de aire afable —cabello blanco, barba bien cuidada— no esquivó mi mirada, para mi sorpresa.
Mi corazón se aceleró. «¡Cielos!», pensé. Sentía que lo conocía, pero ¿de dónde? Clavé mis ojos en los suyos, esperando una pista, sin insistir más. Él me observaba con serenidad y bondad, consciente, como yo, de que Armando nos seguía de cerca con la mirada.
Entonces ocurrió lo que anhelaba, llenándome de alegría. Con un movimiento sutil, pero claro, inclinó la cabeza en un saludo que confirmaba que me reconocía. Todo lo vivido en esa pizzería no era un delirio: él y los demás me conocían, aunque yo no supiera su origen.
La cara de Armando reflejó un asombro inmenso al presenciarlo, y yo correspondí al gesto del anciano afable, asintiendo con un movimiento leve de arriba a abajo, con la cabeza.
Ese fue el cierre. Me sentí pleno, aliviado. Aunque no entendiera más que al entrar, sabía que aquel escenario había sido dispuesto para ese encuentro. Quiénes eran, cómo o por qué, no lo sé. Pero comprendí que esos visitantes ilustres me conocían y habían venido por mí, aceptando mi ignorancia sobre ellos. Mi amnesia no impidió que respondieran a mis súplicas, iluminando con su presencia mi recién comenzado sendero del héroe.